lunes, 8 de agosto de 2016

Ajena es la patria


La historia de Ovidio, el poeta latino exiliado por orden de César Augusto en el año 8 d.C., permite al escritor Pablo Montoya intentar de manera culminante y singular una reflexión sobre el hogar y el desarraigo. Lejos de Roma es el puerto donde atraca por última vez la nave de un hombre abandonado, que al final, a la sombra de un árbol y bajo los últimos rayos del sol antes de la noche, se reencuentra con su principio. Presenciamos entonces una suerte de resurrección. En las sucesivas visiones que le inquietan día a día, despunta la de Lucio, su hermano muerto, augurándole un póstumo regalo del azar: “Nadie cavará una tumba para ti al pie de un camino, y tu epitafio, así lo hayas escrito ya, jamás será leído. Estarás solo, y sólo, Ovidio, la muerte te acogerá. Esta y no otra es la última dádiva que te dará el exilio”.
Ovidio ya no es un poeta del amor y las pasiones; es un hombre solitario que desde la aldea de Tomos se siente ajeno a los caprichos del tiempo. Tiene sueños confusos en los que caravanas de personas con el rostro desdibujado se dirigen a ningún lugar. Intercambia cartas con su esposa Fabia y su amigo Higinio, el regente de la Biblioteca Palatina; pero es sólo un gesto huérfano de pertenencia, porque sabe que ni siquiera en Roma, su casa –a donde ya nunca volverá-, es posible hallar la paz.
Pero él mismo es su mejor extensión profética.
Piensa en Julia, juzgada por un escándalo de infidelidad. El delito es imperdonable para el emperador y su padre, César Augusto, quien férreo en sus principios e implacable en las decisiones la envía a la isla Pandataria en el Mediterráneo. Piensa también en el sucesor de César, Tiberio, y en las jornadas oscuras que vienen para Roma. Y allí, en la que fue su patria, las calles se vuelven más estrechas, los mercados se reducen, las murallas se cierran, porque el mundo se convierte a cada golpe de la historia en un mapa más enorme sin las fronteras del espacio que sólo los hombres imponen.


“Huye todo lo firme, lo sólido, el cuerpo que representa y nombra. Y sólo lo fugitivo permanece. El agua que pasa permanece en el poema. La luz de la tarde permanece en la palabra. El pájaro que vuela de la rama permanece en el verso. La lluvia permanece en quien la contempla. El beso permanece en el recuerdo que se torna escritura.”

Ovidio entre los escitas. Eugène Delacroix, 1859.

jueves, 16 de junio de 2016

El nombre de una mujer me delata

Para los griegos del mundo antiguo la mujer era un regalo tramposo de los dioses; marcada como caballo de Troya bajo el manto de piel divina y sencilla pasión, soportó la suerte de la adversidad, o en cierto juego inverso de la idea, un bien condenatorio. En su Teogonía, Hesíodo llama a la primera mujer kalòn kakòn, “mal hermoso”. Más que nota histórica, prefiero apuntar pequeñas líneas sobre la literatura, que en últimas, es un predio más fértil para cultivar ilusiones que florezcan en redención: el ebrio insalvable se convierte en escritor de culto, el suicida réprobo en maestro de la novela o la mujer violentada en testimonio revelador.
En una visita a la librería Palinuro, Luis Alberto me regaló dos pequeños volúmenes –parte I y II- de la colección Un libro por centavos, de la Universidad Externado de Colombia, respectivamente los números 105 y 106. El título de la pareja remite inmediatamente al poema El amenazado de Borges: Me duele una mujer en todo el cuerpo. Se trata de una antología de mujeres poetas, y al pasar el rato con estas páginas se llega sin posibilidad de renuncia, sin opción de abandonar la lectura o de suspenderla por muchas horas, a cierta orilla de una isla en principio desconocida. Hablo por mí, en una forma de reconocer que leo poca poesía; pero esta labor necesaria de reunir 22 autoras es asegurar un buen inicio, o por lo menos garantiza viaje placentero a ese puerto singular para el pobre en versos.
Hay que leer con calma. Se debe dar pausa como en la música, porque así han definido múltiples conocedores a los buenos poemas. Y si alguno no le gusta o sólo le despierta un sopor entre páginas, aguarde por otro que sí le detone la sensación, porque probablemente sucederá; conmover el alma es una ciencia inexacta.  

Cadenas

Como un niño obstinado
que persiste en salir del laberinto
deambulas noche a noche por mis sueños.
Con el alma encogida yo te sigo
sabiendo que más tarde o más temprano
tú encontrarás la puerta y yo el olvido.

Piedad Bonnett

Casa vacía

Todos los días me deshago de la hierba
que crece dentro de la casa
pero crece de nuevo,
rompe la casa y la deshoja.
A ella entran todo el tiempo
cosas que se hunden en la hierba.
Mi cuerpo es esta casa vacía
a la que también yo entro
pero que no me habita.

Andrea Cote

Cristal

La imagen se repite
como una pesadilla infantil.

El cuerpo de la juventud
reflejado en habitaciones
donde los espejos cubren las paredes
y el miedo se confunde con la inocencia.

Aprendimos el juego del deseo
hasta la vergüenza,
hasta quedarnos sin cuerpo
ni espejo.

Catalina González Restrepo

jueves, 9 de junio de 2016

La Oculta: nostalgias en la lejanía


Puede ser tema frecuente en la literatura el retorno idílico a la figura de la tierra como añoranza del que la busca o tranquilidad del que la posee. Además, no es una línea perteneciente a latitud particular o a temporalidad determinada en el mundo de las letras: toda conquista es expansión del país propio, toda bandera izada simboliza presencia y victoria. Sin embargo, no es tan sencillo explorar el cuerpo como territorio, y probablemente el fenómeno –o la ausencia del mismo- provenga de teorizaciones que complejizan la relación.
Una finca entre el paisaje montañoso de Antioquia es el eslabón imprescindible que une el ser con el pasado copioso en momentos y búsquedas en la más reciente obra de Héctor Abad Faciolince. Para los tres hermanos que construyen la historia de La Oculta, el cuerpo es un símbolo de sus contrastes que se vinculan en la familia, o dicho de otra forma, es la concreción de la realidad: para Pilar el cuerpo es un registro recatado de testimonios personales que justifican o incluso legitiman la fidelidad a un hombre, a sus hijos, a su fe; para Eva, por el contrario, el cuerpo es un estandarte enarbolado de su autonomía, la independencia, la existencia como una yuxtaposición consciente de experiencias; Antonio es el explorador de la línea familiar para encontrar en la huella de colonos y campesinos la idea de aquel lazo con sus hermanas, con La Oculta, con el suroeste antioqueño. Antonio –Toño- es homosexual, músico, vive en un apartamento en Nueva York junto a su novio también artista, y bien sabe que el apellido paterno acaba ahí. Entonces es fácil identificar las tres narraciones como una reivindicación de la memoria, escrita en la relación propia no con un terreno cercado, su lago de aguas oscuras ni sus plantaciones o establos, sus pasillos o cuartos resguardando los despojos de la vejez, sino con el otro como espejo de las rebeliones que cada cual debe consagrar. Por ser Colombia, no es fácil evadir los rasgos más cruentos de la violencia rural, la reflexión íntima sobre un estado ausente, descripciones entrañables del miedo y la esperanza, el sueño del retorno o el ideal de eternizar así sea sólo como imagen abstracta el instante complaciente.
Pero al final todo, el relato y las impresiones que se atesoran en el baúl del tiempo, semejan a la tierra que pasa a la lista de nostalgias desde la lejanía. En La Oculta los muros son filtros contra el pavor del abandono prematuro más en los demás que en esta vida. Precisamente la pérdida de los recuerdos, la inconsciente propensión al olvido, no es más que una suerte liviana del destierro y la despedida.



domingo, 10 de mayo de 2015

Como cocinar

Voy a dar un consejo al que quiere escribir, pero debo comenzar obligatoriamente con una aclaración: lo suelto como lector, porque yo no escribo. A veces, sin periodicidad ni plazos simétricos saco notas, observo un par de situaciones y me las imagino entre frases y puntuaciones, me invento otro montón, trato de pegarlas con descripciones escuetas, se cuelan en los intersticios algunos pensamientos e ideas con poca afinación, y en fin, es el círculo de mi hábito. Nada de falsa modestia, me tiro duro porque me conozco. Leo, sí, con más dedicación, y me he topado con verdaderas piedras preciosas que fecundan imágenes nítidas, precisas, elaboradas con tal filigrana, con esa madurez literaria tornada en invitación contundente a seguir leyendo. Pienso de brochazo en lo reciente, El hombre que no fue jueves de Esteban Constaín, o Lo que todavía no sabes del pez hielo de Efraim Medina Reyes. Por eso, lo que voy a manifestar es más lo que me gusta encontrar cuando leo. Pongo un ejemplo sencillo: le puedo recomendar al chef que no le eche tanta sal al arroz porque me arrugó la sazón al primer bocado, y no necesito ser cocinero para que tenga lugar la apreciación; pero no me veo señalándole yerro en el tiempo de cocción de la carne, la dosis de especias, exceso de ingredientes en la salsa, o una mala elección de condimento.

Bueno, cuando desee acomodar una descripción que atrape, vívida, procure ver su escrito como el discurso elaborado por un hombre que sube a cualquier bus para vender un lapicero, con ojos de descubrimiento, con ánimo de convencer, con el poder innato de permitir al espectador un nuevo mundo escondido en algo que todos los días toma en su mano. Hoy lo presencié, y la cosa fue más o menos así:

Damas y caballeros, reciban un saludo cordial, mi intención no es molestarlos y simplemente voy a quitarles unos pocos minutos de su agradable tiempo. En la tarde de hoy vengo a ofrecerles un producto de oficina, de escuela, de hogar, necesario y de suma utilidad. Se trata de un esfero retráctil –prueba el mecanismo sosteniendo el lapicero en alto, abanicando para que sea visible el ejercicio desde ambas hileras de la silletería-, con gancho de seguridad que permite fijarlo en el borde de su bolsillo, o sostenerlo incluso en la solapa del saco, y así evitar su pérdida. Viene con una mina de calidad de tinta negra que garantiza más de un año de uso, totalmente cambiable, y el repuesto puede ser adquirido en cualquier papelería de la ciudad. Escribe sobre casi cualquier superficie gracias a su punta dinámica. Lo traigo en gran variedad de colores para el gusto de todos, y sólo por hoy, sólo por hoy, escuchen con atención, queda a un precio de promoción, gracias a esta campaña que estamos llevando a cabo en los vehículos de transporte público.

Magistral. Considérese a sí mismo un cocinero, algo así como el encargado de unir ingredientes que la vida pone sobre la mesa de la imaginación, para que aparezca ante los ojos maravillados de su comensal una variedad exclusiva de platos suculentos, exóticos sin caer en lo vulgar, exactos en las medidas, precisos en los sabores.





jueves, 23 de abril de 2015

Tres gracias

La primera del grupo empuja la puerta de vidrio opaco y espera a que las otras dos entren tras ella al vestíbulo. Sin intrigas, la mirada hacia el frente, toda seguridad asolando sobre esas piernas firmes, tonificadas. Llegan hasta el mostrador y al otro lado un muchacho las ve por encima de la revista que sostiene a pocos centímetros de la nariz, sube una ceja, y recorre en un vistazo sosegado los rostros inescrutables, fríos, de las tres colegialas. Luego se deleita al reconocer bajo las camisas blancas del uniforme los tres pares de pezones que sobresalen y parecen observarlo. El aire acondicionado, el bendito aire acondicionado dos veces más bendito: espanta este calor inclemente y regala una imagen tan nutrida, el espectáculo puntual de esos pezones que se asoman con ternura y provocan la sed libidinosa del galán. La del centro arroja un manojo de billetes bien ordenados sobre la barra de mármol negro de Marquina, y pide una habitación sólo por un par de horas, o como se dice en cualquier motel, ocasional. El joven abre un cajón bajo el mostrador sin quitar la mirada de los pechos redondos, saca una llave y se la entrega sin reparo alguno, perdido en la nube lasciva de su deseo. Las tres colegialas suben al segundo piso, y ya en la habitación, sentadas sobre la cama doble, se desnudan casi mecánicamente pero no por completo, primero los botones de la camisa blanca, impecable, luego el cierre de la falda y los zapatos lustrados; se dejan las medias que cubren casi hasta las rodillas. Se dejan la ropa interior negra de encaje, se ordenan el cabello suelto que en todas baja casi hasta las nalgas igual de redondas como los pechos, y comienzan los besos sencillos, cortos pero con calma, con tranquilidad. Una de ellas graba con su teléfono y se pega un mordisco suave en el labio; deja escapar el gemido sutil de las ganas, siente la humedad bajo la braga, y el calor aumenta cuando las dos que juegan al preámbulo del sexo se desnudan a cabalidad. Se intercalan para grabar, y luego para el placer, para el místico encuentro que queda registrado porque pagan bien los clientes, y piden colegialas así no estudien, así no vayan a ningún colegio, pero que aparenten esa maldad tierna que ofrece el uniforme como una metáfora de la pulcritud y lo prohibido. Esta secuencia no tiene escena mala, no hay recuadro sin carga explosiva de sensualidad, la detonación que genera el paso de la lengua por los pezones firmes, duros, por la entrepierna, por la humedad inocente y tibia, el roce de los labios sobre los labios, de la yema de los dedos acariciando con precisa calma la espalda, las mejillas, los muslos y la piel erizada.
El que viera luego el video lo compararía sin mucha vacilación con poesía, con literatura que encoña. Es Lolita de Navokob, es algo de Sade, son versos con agonía en Las flores del mal de Baudelaire. La que sostiene el teléfono camina lentamente bordeando la cama para cambiar el ángulo de la toma, y se acerca a la parte posterior de la cabeza sumergida en la entrepierna, devorando los nervios en ese vaivén constante de la lengua y todo, casi hasta el ombligo, mojado. La que reposa boca arriba arruga la sábana con una mano mientras con la otra se pellizca los pezones usando únicamente el índice y el pulgar. La cámara enfoca los ojos entrecerrados, luego desciende por el valle que separa los pechos, llega al ombligo bañado en saliva y sudor, y se aleja después del sexo, del otro rostro inmerso. Es una profanación amorosa al Eclesiastés. Esto es arte, se han de repetir en soledad y en compañía, y cada líquido es pintura tibia, es el matiz del placer y el éxtasis. Es el óleo Las tres Gracias de Rubens donde las Cárites griegas tocan sus cuerpos desnudos, repasan sus curvas. Esto es arte, no erótico sino encoñador, lo podemos decir sin vacilación.
        Todo termina en un par de horas. Pasan frente al mostrador de mármol, gracias le dicen en coro al encargado, ponen la llave cromada sobre la barra, y salen del motel luego de empujar la pesada puerta de vidrio. El sol del mediodía dibuja líneas de luz en el cabello suelto, largo, de las tres colegialas.



Portada de la edición número 7 de Universo Centro. Fotografía de Juan Fernando Ospina

lunes, 20 de abril de 2015

Pobres infelices


Cuando sale del edificio de apartamentos Pedro siempre toma el bus para ir a la oficina en el paradero que queda justo al cruzar la calle, antes de que el reloj de pulsera marque las seis de la mañana. Madruga como muchos pero trasnocha como la mayoría, acostumbrado a sus cálculos sin fórmulas grandilocuentes, porque en la ciudad de Pedro los pobres madrugan demasiado y duermen unas cuantas horas. Pero el servicio de transporte es pésimo, el bus pasa repleto de gente y no abre sus puertas, el siguiente repite la estampa y ya en el tercero reina la mezcla gris de impuntualidad y resignación en las caras alargadas de todos los pasajeros, que probablemente se aparezcan tarde ante la figura rígida del jefe. Pedro sube, saca un nudo de monedas y billetes del bolsillo del pantalón, se aferra al tubo de aluminio que atraviesa el interior del carro, y se tambalea al ritmo del viaje y los cuerpos aún sin despertar por completo.
     Hoy llegó temprano a su destino. Diez minutos para sentarse, mirar absorto la pantalla apagada del computador, repasar deberes antes de que el reloj de pared marque las siete como golpe para restallar la partida, pensar en el almuerzo, en la cena, cruzar los brazos, esperar; mejor dicho, esperar a que empiece el día porque lo demás es relleno entre jornadas de labor. El relleno, esas horas de mañana y noche, se van en lo necesariamente preciso para poder sostener las nueve horas de trabajo, que sostienen a su vez los ratos de cama, de televisión, de paciencia en el paradero y en el bus, o el tiempo exacto de desayuno para seguir vivo, para que sigan vivas esas nueve rondas diarias en el aparatejo colgado del clavo chueco donde encarcelaron sus ganas.
    Pero Pedro es feliz porque sus preocupaciones no quitan el sueño y son en escala pequeñas; o por lo menos es su consideración. La felicidad es una forma elegante de catalogar el conformismo dado que los cambios son angustias, así vengan para bien. Hace poco sintonizó un programa donde dos hombres entrados en años, elegantes, de saco y corbata con un diminuto escudo de armas en la solapa discutían sobre salud, o mejor, el sistema nacional que se encarga de que la gente siga saludable o por lo menos respirando. Eso está muy bien para ellos, pobres infelices, concluyó al apagar el televisor. Los problemas de hospitales son como la muerte, una cosa individual, un reclamo en la fila por excesiva incompetencia y falta de humanidad, al que le toca le toca pero ni antes ni después; tanto alegato atenta contra la alegría, hiperboliza minúsculas fallas, y ahí radica en últimas la calma espiritual de Pedro. Le intranquiliza de vez en cuando la deuda en el banco, pero no la crisis; la gripa y la congestión que adormece los huesos de las extremidades, pero no ese bendito cuento de los dos políticos tan repetitivo, tan constante, tan vacío, un “cáncer de patria” como lo llaman los muy psicóticos; le invade el desespero y la rabia infructuosa con el bus de la madrugada pero la movilidad es asunto del encargado; tiempo atrás consiguió título profesional en alguna universidad de la ciudad y luego de abandonar el auditorio de los grados la educación se volvió tema cerrado. 
     Se refugia de la lluvia al salir del trabajo bajo la carpa templada de una panadería. Siente el olor a pan recién horneado, a bocadillo de guayaba derretido, hojaldre y queso, galletas con azúcar espolvoreada. Imagina mientras caen las gotas pero no lo alcanzan, que está sentado a la mesa partiendo con un cuchillo de dientes filosos la masa suave del pan fresco de la tarde; sirve vino tinto al antojo de la moderación. Respira profundo, llena sus pulmones y entrecierra los ojos para después acariciar el mantel, la firme dureza de la madera bajo la tela áspera, el resplandor de la llama que consume la vela y la luz oscilando sobre la trama de cuadros. El bus se detiene frente a la panadería y la ilusión se disuelve con el aire impregnado del aroma caliente. Al interior del vehículo sólo alcanza a reconocer las siluetas de cuerpos tambaleantes, los restos vivientes de personas que aún no han despertado por completo. Pero no duermen, en verdad no duermen. 



Ilustración del hipnótico Pascal Campion


jueves, 7 de agosto de 2014

Julio Cortázar


Creo que no te quiero,
que solamente quiero la imposibilidad
tan obvia de quererte 
como la mano izquierda
enamorada de ese guante
que vive en la derecha.