martes, 28 de junio de 2011

Horizontes

Aún en ese pueblo soy un monaguillo. Las noches al lado de la carretera deben seguir repletas de imágenes fantasmagóricas que se escapan con los rayos de la luna abrazando el campo. La montaña escarpada posiblemente tenga el mismo trazo de las hojas, de las casuchas y establos atrapados en el tiempo, apáticos a las décadas.

Casi diez años han pasado desde el lejano día en que fui enviado para ser ayudante una semana santa. El olor del incienso era tan diferente, como el sabor de las cosas, como el mismo frío que se introducía por cada centímetro de piel buscando la sangre.

Nunca pude volver a aquel pequeño pueblo. No recuerdo con exactitud qué tan grande era la iglesia, pero debe permanecer intacta, con el mismo color a viejo que se insinúa en las fachadas, en los rostros, en los carros y en los animales. Color a envejecido por la excesiva tranquilidad.
Debe ser igual el sendero pedregoso y el sonido perpetuo del agua cayendo sin prisa sobre las rocas de la cañada. Y yo esperando en el atrio a que la semana santa se quede con mi niñez, que me deje por siempre en un pueblito desvanecido y empiece a borrar el retorno.

Siguen llegando desde las veredas los hombres cargando cantinas de leche, cilantro, hierbas aromáticas, apareciendo tras la neblina espesa del amanecer, persiguiendo los rayos de sol que comienzan a atravesar la capa densa y gris para calentar el cemento agrietado de la vía principal.
Puedo ver la silueta de la cordillera, el valle dividido por un río de aguas que se advierten quietas desde el risco donde se levanta el caserío.

Aún soy un monaguillo, un pequeño acólito de 16 años en Horizontes, enviado allí por orden del cura que dirige el seminario. No recuerdo la carretera, no recuerdo qué camino lleva hasta la estrecha calle que sólo se vuelve visible al vencer el secreto que guardan las montañas.
No sé cómo regresar, y el pequeño monaguillo se quedó atrapado en el pueblo con los campesinos que todo atesoran en el filo de su memoria. Está esperando, y su rostro calmado también tomará el color de la paciencia.
Horizontes, quién diría que perderte sería trabajo del tiempo y la distancia…

miércoles, 25 de mayo de 2011

Asalto de la memoria

Hoy en la mañana me atracaron. Pero prefiero hablar de lo sucedido varias horas más tarde, cuando regresaba a casa: un recuerdo perdido, de esos que la mente se encarga de archivar, volvió para anular la paciente tarea del olvido.

Diez años atrás, sentado en la última banca del bus, mientras observaba a través de la ventanilla el paso arrítmico de las fachadas, noté que alguien al lado me jalaba la manga del buso. Era un niño de camiseta ajada, pantaloneta de fútbol, tenis empantanados, y mugre distribuida por sus brazos y mejillas. Cuando logró mi atención me pidió una moneda. Mi risa salió natural, breve y cortada como expiración tranquila, con una negación que di por entendida. Pero antes de voltear la mirada para de nuevo caer en el trance pacífico de la rutina, sentí la punta del cuchillo posándose con delicadeza en mi estómago, y el músculo bajo la piel se tensionó. La respiración se detuvo. En su cara manchada había coraje, como el que da el hambre, como el que acompaña la venganza, como la furia de querer probar algo a alguien.

Saqué un billete de mi bolsillo y lo entregué mecánicamente, sin mediar negociación, sin ver ya nada al otro lado de la ventanilla, sólo pensando en el dolor de una puñalada y en los minutos posteriores de sangre, de gritos ahogados, de retorcerse como gusano.

Y el niño se bajó inmediatamente del bus. Luego desapareció al doblar la esquina.

Pues bien, pienso que lo de hoy pudo haber sido peor. Una camilla en un hospital inundado de llanto, preguntas desesperadas en los pasillos, y ese color verde claro en las paredes que provoca náuseas. Pudo haber sido mucho peor, pero sólo me quitaron un reproductor de mp3.

Sin embargo me dejaron varias semanas en silencio, contaminado por el ruido de la ciudad que no deja de ser eso: ruido. Además, me tocará aguantar la resistencia de la memoria cuando no hay música para callarla. Esperemos a ver qué colección de recuerdos macabros me tiene preparada para estos días venideros.

lunes, 16 de mayo de 2011

Oficio

Al llegar a la entrada advirtió la presencia del hombre que aguardaba a sólo unos pasos del umbral. La puerta entreabierta dejaba escapar un vaho nauseabundo que aparentemente él no percibía con igual facilidad. Frente a frente, ambos se limitaron a levantar la cabeza con un movimiento seco, simulando un saludo de cordialidad inexistente, una camaradería que no pasaba de un par de ocasiones en las cuales el deber los ponía en la misma situación.

Y entonces, al trabajo. Ella dejó de observar al sujeto aquel que ahora desviaba la mirada hacia una pequeña ventana sin dos celosías, y el marco de aluminio empolvado por la falta de limpieza. Al otro lado, la superficie de ladrillos separados por líneas finas de cemento gris, recibía la poca luz que se permitía el frío atardecer.

Entró en la habitación, y guardó su escarapela, lentamente fue midiendo sus pasos con cautela suficiente para no alterar el espacio. Aunque en realidad consideraba ambos actos sin importancia alguna, era firme su supersticiosa costumbre de meter en el bolsillo la identificación, y no dejar rastro como parte de su labor. A otros les tocaba lo demás. Lo suyo era observar y dar un reporte seco, luego de organizar los detalles para corroborar que nada se escapara en el cometido.

-Ya llegué. Estoy entrando al cuarto- dijo activando el radio comunicador, sin cambiar el volumen de su voz por el olor penetrante que le recordaba los peores momentos de este oficio. Se acercó a la mesa de noche, donde el teléfono descolgado emitía el monótono pitido. Le pareció ver algo semejante a la ceniza del cigarrillo en uno de los costados de la cama, pero notó con desconcierto el cenicero completamente limpio, y el lugar sin una sola colilla como prueba de su hipótesis. En el baño, la bombilla encendida y las gotas de agua en la puerta de vidrio de la ducha, daban pie para suponer que había sido usada recientemente.

En la pared, la mancha de algo parecido al aceite de automóvil, combinada con las sábanas sucias y el sonido de los gritos retumbando en su cabeza, le hizo cerrar los ojos por un par de segundos, y contener una necesidad creciente de vomitar. Cada caso era diferente, pero cómo quisiera acostumbrarse, verlos todos igual, incluso hacer su trabajo con más premura que destreza, con más ritmo aprendido y menos sorpresa. Pero en estas carreras, el sentido se convierte en un extraño umbral entre lo que se permite a la imaginación, los sonidos, los rostros, la brusquedad abriendo la cortina del silencio, y el resultado final, espacio invadido por este olor tan fuerte que se enreda hasta en las telarañas.

La cabeza de la joven, cuyo cuerpo ya no estaba allí, había dejado dibujadas sobre la almohada un millar de líneas, arrugas sobre la tela que antes era blanca, y tres cabellos enredados en los filamentos, como pequeñas raíces. La violencia aún retumbaba en las paredes.

No por directrices de arriba, sino por higiene, no tocaba nada. Avanzaba como un fantasma recorriendo la mansión donde cumplía su eterna condena, con su escarapela y su radio comunicador, al tiempo que abandonaba en el cuarto los rostros, los gritos, los movimientos, la ducha y la necesidad de limpieza de quien habría usado el baño. Las nauseas sólo daban un poco más de prórroga, pero con el siguiente caso, tendría una vez más el imperioso apuro de cerrar los ojos y sentir que todo volvía a comenzar.

Un último vistazo al techo, y descubrió que no había mancha alguna. Ya tenía lista su conclusión, pero del otro lado sólo esperaban una respuesta, una orden simple. Encendió el aparato que sostenía en su mano y dirigiéndose con paso firme hacia la puerta entreabierta afirmó: -que venga la niña del oficio. Puede salir la pareja de la habitación 114-.

viernes, 6 de mayo de 2011

Llaves

Con mi chaqueta puesta lo mataron. Bueno, no sé si lo mataron, pero cinco tiros alcancé a escuchar antes de desaparecer corriendo. Como todos, claro, como todos, porque nadie se queda a ver como acaban de matar a un amigo. Estoy cerca de la casa; una cuadra más, y en la pieza me voy a sentir aliviado.

Marica, pero mataron a Rodrigo, y con mi chaqueta puesta.
¿Será que me estaban buscando a mí?
No, imposible. El parrillero de la moto se bajó, nos miró las caras, y se detuvo en el pobre que estaba todavía riéndose de un comercial de carros. Fue el último en ver la sombra que se acercaba, el último en quedar pasmado. El metal brilló con el fulgor de las lámparas del parque, y los destellos que salieron del tambor nos pusieron a emprender carrera. Como en una competencia, algo así, como el disparo de salida. Como atletas que intentan salvar su vida.

Cinco tiros, carajo, eso es mucho plomo. Estoy escuchando una moto, va lento, va buscando, con el olfato de los ocupantes en su mejor momento. El sudor, buscan el sonido de un corazón palpitando fuerte por la huida y el apure. Las llaves, las llaves, que ya llegué, apenas entre apago todo y me quedo quieto en la sala, que no sepan por dónde me escapé. Fueron por mí, vienen por mí; mis llaves ¿dónde las dejé? Tengo que entrar ya…

La moto está volteando la esquina, y los dos ocupantes me acaban de ubicar con la mirada. Claro, se voló el que era, y mataron al equivocado, al pobre Rodri que se quedó con mi chaqueta, y las llaves guardadas en uno de los bolsillos…

martes, 19 de abril de 2011

Bestial

Periodismo es decir "Lord Jones ha muerto"
a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo...
G. K. Chesterton

Ya no sólo es el constante desfile de los animales que deleitan las ataráxicas sesiones del congreso entre maromas y gracias: paquidermos sigilosos que con cautela felina pasean sus trompas por doquier, plagas de roedores que se comen hasta las sillas y a todo le meten mordisco, o los micos que se trepan en las leyes y aportan un leve “golpe de ala” a la cosa política.

Hemos aumentado considerablemente el número de especies y los taxónomos no habían tenido tanto camello en tierras colombianas. El negocio siempre depende del marrano; el caballo grande, ande o no ande; las mulas enriquecen a los peces gordos; la zorra del barrio sale con el más perro, y es mejor no mencionar a las innombrables culebras.

Pero ahora, la criptozoología ha posado sus ojos en los seres mitológicos de nuestra patria que parecen fusiones caprichosas de dioses, entretenimiento para mortales justo en el circo de pulgas que habitamos. Con suficiente ralea para posar al lado de la mantícora, el basilisco, la quimera, el grifo y la anfisbena, nuestras dos aves recientemente aceptadas en el catálogo de las autoridades en el tema habrán asegurado su perpetuidad para sorpresa de las autoridades policiales.

La primera es una paloma mensajera que se intentó meter a la Cárcel Modelo de Bucaramanga el 18 de enero con cuarenta gramos de marihuana y cinco de bazuco. Mucha yerba para un animalito que bíblicamente se fue hasta el monte y trajo sólo una matica de olivo. Según los uniformados que se daban una vuelta por los alrededores del penal, el peso de semejante columbograma facilitó su captura. Sobre el peso de la ley, no está claro como se aplica en “palomas jíbaras”.

Y el segundo es una pieza de colección, un raro ejemplar conocido en Barranquilla como “Lorenzo”. Este simpático lorito con dotes de sapo, y apelativo de campana, fue acusado de ser el que se las cantaba a los expendedores de una plaza de mercado de la capital de Atlántico. Tres días después de ser arrestado en septiembre de 2010, el lorito volvió a las manos de su dueño, quien calificó el hecho como un “falso positivo” y desmintió la versión de los policías, cansados ya de escucharlo corear “corre, corre, que te coge el gato”.

Así es la vida. Si no quedamos los mortales en los libros, o algunos lo logran incluso hasta irse perdiendo y su cédula volviéndose borrosa, que se ganen estas bellas especies su lugar en la historia y la inmortalidad. Dejémosle algo a las futuras generaciones que se reirán un poco de aquel pueblo olvidado de la tierra mítica de Colombia…