sábado, 5 de agosto de 2017

Un hombre tremendo

Este texto fue originalmente publicado en la cuenta de twitter de Marc Haynes, y la traducción en la revista El Malpensante, edición 187.

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En 1983, cuando todavía no había salas de primera clase, yo tenía siete años y estaba con mi abuelo en el aeropuerto de Niza. De repente, vimos a Roger Moore sentado en la sala de espera, leyendo un periódico. Le dije a mi abuelo que acababa de ver a James Bond y le pregunté si podíamos ir a pedirle un autógrafo. Mi abuelo no tenía ni idea de quiénes eran James Bond o Roger Moore, de modo que nos acercamos y el abuelo me puso enfrente diciendo:
–Mi nieto dice que usted es famoso. ¿Puede firmarle esto?
Amabilísimo, como cabía esperarlo, Roger preguntó mi nombre y acto seguido escribió una nota llena de enhorabuenas y su firma en el reverso de mi tiquete de avión. No cabía en mí de la felicidad, pero al volver a mi asiento, eché un vistazo a la firma. Pese a que era difícil de descifrar, definitivamente no decía “James Bond”. El abuelo la examinó y medio sacó en claro que decía: “Roger Moore”. Como no tenía ni la menor idea de quién era esa persona, quedé abatido. Le dije al abuelo que la firma estaba mal, que había puesto el nombre de otra persona; de modo que el abuelo regresó a donde Roger Moore, sosteniendo el tiquete que había acabado de firmar.
Recuerdo que me quedé en el asiento mientras el abuelo decía:
–Él asegura que usted ha firmado con el nombre equivocado. Que se llama James Bond.
Moore frunció el ceño al caer en la cuenta de su error y me hizo señas de que fuera a su lado. Cuando ya estaba muy cerca de él, se inclinó hacia mí, miró a ambos lados, alzó la ceja y me susurró:
–Tengo que firmar como “Roger Moore” porque, de otro modo... Blofeld podría enterarse de que he estado aquí.
Me pidió que no le contara a nadie que acababa de ver a James Bond y me agradeció por guardarle el secreto. Volví a mi asiento, con los nervios reventando de felicidad. El abuelo me preguntó si había firmado “James Bond”.
–No –le dije–, el error era mío.
Había empezado a trabajar con el Agente 007.
Muchos, muchos años más tarde, yo trabajaba de guionista en una grabación que involucraba a Unicef, y Roger Moore estaba dando un testimonio ante la cámara a título de embajador. Era todo amabilidades y, mientras los camarógrafos organizaban la filmación, le conté de pasada sobre aquella vez en que me lo había encontrado en el aeropuerto de Niza. Se puso feliz al oírlo y riendo entre dientes dijo:
–Bien, no me acuerdo, pero me alegro de que hayas conocido a James Bond.
Fue estupendo.
Un poco después tuvo un gesto brillante. Terminada la filmación, camino a su carro se cruzó conmigo en el corredor y, apenas estuvo a mi altura, miró a ambos lados, alzó la ceja y me susurró:
–Claro que me acuerdo de nuestro encuentro en Niza. Pero no dije nada hace un rato a causa de todos esos camarógrafos; cualquiera de ellos podría estar en la nómina de Blofeld.
Me sedujo a los treinta años como me había seducido a los siete. ¡Qué hombre! ¡Qué hombre tremendo! 


© Ilustración de George Anderson Lozano