jueves, 27 de septiembre de 2012

Un total deSartre



Título: Un total deSartre
Técnica: Tinta mojada sobre papel seco, con trazos de impertinencia aplicada y presencial.

   Queridísimo señor Sartre: esto días me enteré que usted se puso una vez a hablar de Jazz y bananos como si de murrapitos se tratara, y Miles Davis terminó putiándolo. Casi siempre, eso le pasa a los filósofos que cometen el craso error de confundir existencialismo con existencia. Como se dijo de la Gauche Divine barcelonesa, usted sirvió para que muchos matrimonios cambiaran de pareja. En otras palabras, una broma que se volvió pesada. 


viernes, 21 de septiembre de 2012

Allan Poe

  Esto salió al leer de nuevo "El pozo y el péndulo".



miércoles, 12 de septiembre de 2012

Tres golpes


Mientras el viento frío de la medianoche ingresa a la sala a través de la ventana, las llamas en la chimenea van desapareciendo. Quedan dos troncos oscurecidos, casi en carbón, y lo que antes era fuego intenso aminora logrando la sutil brasa. Pero esa es toda la luz que habita en la vieja casona de campo donde he decidido recluirme; silencio y soledad para leer tirado en mi silla, y recordar con las siluetas portentosas que salen de vez en cuando de aquel fuego prodigioso.

Hace segundos las sombras bailaban en los muros del cuarto, y ascendían en danza hipnótica hasta alcanzar el techo. Ahora, mi figura trazada y desfalleciente se extiende, se torna como una línea delgada ya sin forma, moviéndose al capricho de las llamas remanentes. Me incorporo y observo lo que, en el centro de la chimenea, semeja el final de una historia narrada en matices de rojo, amarillo, negro.

¿Tocan a la puerta? Tocan a la puerta. Eso escuché, tres golpes secos, la prolongación de cada cual y el sonido sin ser sonido que les separa. Pero sin intención de abrir me acerco y pongo mi mano tímida, temblorosa, sobre la madera envejecida. No vuelven a tocar. No voy a abrir. Nadie aguardará en el corredor. Pero abro.

Luego de conjugar todo el panorama iluminado por la luz de la luna, y de dar dos pasos instintivos hacia la noche, hacia el prado, retrocedo y cierro. Esta clase de cosas, según he leído, suceden cuando, el que llama a la puerta ya está dentro. Con su anuncio de tres golpes te indica que reposa en la silla de la sala, está en la cocina moviendo los enseres, en el baño bajando la palanca, en tu comedor y en tu cuarto, descansando bajo la cama.

El impulso me lleva al patio trasero a tomar dos troncos del montículo de madera cortada y dispuesta para el fuego. Subo el interruptor, y al encenderse la bombilla aparecen de la nada cientos de bichos que empiezan a revoletear a su alrededor. Desciendo por una escalinata hacia la penumbra, y de repente la puerta se cierra. Me cierran la puerta. Empujo pero alguien al otro lado ha activado el pasador. Si usted permaneciera solo en aquel viejo refugio más de diez años, también sentiría un leve escalofrío escarbando en sus piernas hasta crecer y hacerle trepidar los hombros.

   Corro hacia la entrada principal, me guío por las paredes descascaradas del exterior de la casona, mis manos dan en la oscuridad con barrotes y columnas de concreto igual de consumidas, respiro fuerte y descontroladamente. Está cerrada, y toco tres veces, con ansia en el corazón acelerado que nadie abra. Y es cuando escucho los leños cayendo sobre las brasas agonizantes de la chimenea, oigo cuando se sienta en la silla de mi sala, y nadie se acerca a abrir. Con el frío de la medianoche en el cuerpo camino a pasos cortos hacia la ventana por donde entra el viento cargado de luna y prado.

jueves, 30 de agosto de 2012

Vida en Sociedad (II)


          Nadie quiere colaborar. Ricardo está sacando billete de otro lado (vaya usted a saber de dónde), Nora no encuentra trabajo, y Paulina (quien tiene una fuerza indiscutible para llorar y golpear las puertas), se halla al borde de una demencia típica por atención en medida extrema. Falta plata para el arroz, para la sal, para el aceite, y cuando se bajan los vientos de esa batalla, llega el casero a pedir lo del arriendo. Nora no sabe qué decirle, porque además, no es muy elocuente con las palabras; el casero, por el contrario, lleva cobrando la mitad de su vida. Está entrenado para excusas y se conoce de memoria los discursos amañados del que debe. Que se tienen que ir en quince días si no pagan, tiene una pila de quejas en su escritorio imaginario, dejó ese excelente inmueble en un precio ridículo y las goteras son inventos absurdos.

            Todos se van, menos Nora, que se encierra a escuchar música de los 70´s. No hay trago, porque no hay siquiera para el arroz.

……….

            Conozcamos al padre de Ricardito y la niña Paulina, quien pasa de visita por primera vez a la nueva casa: no habla con palabras en realidad; es decir, tiene un argot enorme de insultos que conecta y separa a su antojo. No termina las frases, porque, si lo pienso mejor, no tienen la estructura de frases. Se parecen más a ideas que llegan a su boca luego de pasar por una parte del cerebro que se desconoce a sí misma. Pero finalmente está agotado de ser un mantenido donde esa señora. Quiere salir uno de estos días a buscar trabajo porque lo suyo debe ser la independencia. Además, cuenta entre risas (complicando aun más mi improvisado oficio de traductor y amanuense) que anoche golpeó con fuerza a esa vieja que no sabe nada aparte de suplicar por su cariño. Nora ríe con él. Luego le recrimina por los niños, y como si fuera iluminado por un ser superior, nuestro caballero en busca de independencia y libertad, aclara que sin trabajo no hay plata, y sin plata no hay obligaciones. Es lo único que sale limpio, claro, como sentencia de juez ante cámaras y sindicado. Suelta otro par de insultos de cuatro sílabas cada cual, y sale ahuyentado por el solo recuerdo de sus hijos.


…………...

            Ella se va a construir en ese terreno, así le digan todos que es una invasión a la orilla de una quebrada peligrosa. No le importa, y sube el volumen de su voz mientras habla por teléfono con otra persona que no logro identificar. El señor del arriendo ya decretó la salida de mis tres nuevos amigos, por lo cual, no hay más alternativas, y nadie más en la existencia a quién recurrir. Y es una mujer de convicciones, de eso estoy seguro. Capaz ella de edificar muros en la ladera, levantar vigas con el talante de torre que me ha mostrado (o que he escuchado, para ser más coherentes), alzar edificios sólo con valor. Al parecer, se van mis vecinos, y tras ellos, las sobras de vida en sociedad.

……………

            No sé qué hacer. Estoy pensando seriamente hablar con el casero, y aclararle con tono firme, bastante esquivo fuera de las palabras que dejo en estas páginas, la importancia de no dejarlos ir. Vamos a ser ricos si este cuento se vende, recibiré contratos que apilaré en mi también imaginario escritorio, pago esa renta que es minúscula para las comodidades del inmueble, contrato señora del aseo para que se encargue de la cocina, le subsidio la independencia al hombre amable que da lecciones de libertad a ilusas querendonas, compro tres uniformes para la pequeña Paulina y le abro cuenta a Ricardito el empresario.

            Ellos, como pueden ver, son mi único contacto con el mundo. Cómo estará esto de inmundo. 

viernes, 24 de agosto de 2012

Vida en Sociedad (I)


Cómo estará esto de inmundo.

         Duermo en un pequeño cuarto, conectado a una cocina compacta, y una sala con una mesa de dos puestos sin más adornos que un frutero y un candelabro de bronce. Si agregamos el baño de revestimiento cerámico color lila, tenemos ya una imagen más o menos aproximada de mi apartamento. Pues bien, en este sutil recodo paso la mayor parte del día, y por ende, la gran parte de la vida. Al lado derecho de la biblioteca, que no supera los catorce volúmenes y a la que le sobran un par de estantes, una ventana de proporciones ínfimas, a sólo metro y medio del suelo, comunica al exterior: una especie de vecindad con patio en forma de callejón, donde se acomodan como los libros en mi pieza, cuatro casas húmedas, descoloridas, de techo raído, fachadas idénticas como vivienda obrera del siglo pasado, todas ellas pegadas como envueltas para viaje; todas ellas, a la intemperie, y por lo general, deshabitadas. Nos separa además del pasillo de cemento musgoso y los vidrios del portillo, una cortina modesta que recibí de mi madre en cualquier visita.

Y verán cómo empezó el ruido y la corta historia: hay vecinos nuevos.

…………

            Ella se llama Nora, y tiene dos hijos: Ricardito y la niña Paulina. Aparentemente, por lo que escuché esta mañana, Ricardo no limpió la cocina, no lavó ni un plato, le escondió el uniforme a su hermana, y tiene que entregar al día siguiente las tareas acumuladas de mes y medio. Nora se desespera. Ricardito intenta defenderse, pero no hay nada qué defender, y Paulina se pone a gritar con pausas aceleradas para tomar bocanadas de aire. No tiene uniforme.

…………

            Hoy aparecieron los amigos de Nora a las ocho de la mañana con una botella de aguardiente, y la firme intención de lograr que todos los que vivimos dos manzanas a la redonda aprendamos el exclusivo arte de apreciar la música de los 70´s. Hablan con vehemencia sobre la importancia indiscutible de cambiar al técnico del equipo, cambiar al alcalde porque cada día matan más gente, mudarse a un barrio de más clase, cambiar al mundo y arreglar esa cocina. Cuando el primero cae vencido por el trago comienza a pedir que le mermen al equipo porque se va de cama; por el contrario recibe silbidos y otro “guarito” doble para el malestar. Sigue vivo, y cerca del mediodía se escapan, posiblemente, a seguir repartiendo aguardiente y alegría en el remate.

            Los niños llegan a casa dos horas después, cuando la escena del crimen está limpia, excepto la cocina.

…………

(En pocos días, la segunda y última parte de este corto relato)

lunes, 30 de enero de 2012

Reino de la Soledad

“… para que caiga sobre vosotros
toda la sangre inocente
derramada sobre la tierra…”
Mateo 24:35

Las pesadas gotas bañaban el reino de la soledad.


Aquel agujero cavado en la tierra olía a madera podrida, a viejo y olvidado, tierra húmeda con ríos amargos de óxido corriendo por cada rincón de la tumba deforme y oscura. Gritaba pero nadie hacía caso. Al recordar la última navidad que pasó con su familia, la mesa atiborrada de platos con mil variedades de carne, botellas de vino chileno y copas brillantes en delicada disposición, comenzaba a padecer el delirio de la selva. Y entonces gritaba más fuerte, como intentando llevar el sufrimiento más allá de la espesa vegetación, de la frondosa cortina que le mantenía lejos de lo suyo, de los suyos, la cálida cama, el refugio convertido en templo de oración y plegarias.


Sólo la ausencia de los pequeños puntos que la luz del sol dibujaba en el fondo de la celda, le indicaba que la noche comenzaba, tan larga como el tiempo que llevaba sin dormir, sin comer, sin sentirse en paz. Esperar la muerte. Nada más.


Escuchó los pasos que avanzaban por el lodo. Dos hombres se ocuparon de la puerta de madera ya devorada por la constante lluvia pero aún pesada como puente levadizo.
—Salga —fue todo lo que alcanzó a oír. Tres sombras aguardaban sin más iluminación que la de una linterna apuntándole al rostro. Pensó que se debía ver como un anciano, a pesar de sus escasos treinta años. El que la sostenía continuó inmóvil, impasible. No había prisa.
—Salga —repitió la misma voz. Y salió como animal castigado, pero enfermo de rabia. Las ropas empapadas evidenciaron el peso de sus 27 meses de cautiverio, y por efecto contrario, sintió mugre y sudor. Caminó hacia la oscuridad del monte que con las gotas gritaba más alto que todos los que compartían el destino de la guerra, del gran cementerio en que se había convertido la casa donde milenios atrás habitaron los dioses.


Apretó con fuerza la camándula que le servía de único refugio, y comenzó a rezar el Padrenuestro. Cerró los ojos, y en sus últimos instantes escuchó, lejos de su plegaria recitada entre dientes, el golpe seco del martillo, la pólvora estallando a sus espaldas, el recorrido de la bala y la nada. Todo fue lento, como el tiempo que se desvanecía con los incesantes riachuelos de agua teñida de óxido. Ambas rodillas se dejaron caer. Las palabras del cautivo desparecieron, y la muerte interrumpió su súplica, el entrecortado espasmo de un agonizante “Venga a nosotros tu reino…”