Nadie quiere colaborar. Ricardo está sacando billete de otro
lado (vaya usted a saber de dónde), Nora no encuentra trabajo, y Paulina (quien
tiene una fuerza indiscutible para llorar y golpear las puertas), se halla al borde
de una demencia típica por atención en medida extrema. Falta plata para el
arroz, para la sal, para el aceite, y cuando se bajan los vientos de esa
batalla, llega el casero a pedir lo del arriendo. Nora no sabe qué decirle,
porque además, no es muy elocuente con las palabras; el casero, por el
contrario, lleva cobrando la mitad de su vida. Está entrenado para excusas y se
conoce de memoria los discursos amañados del que debe. Que se tienen que ir en
quince días si no pagan, tiene una pila de quejas en su escritorio imaginario,
dejó ese excelente inmueble en un precio ridículo y las goteras son inventos
absurdos.
Todos se
van, menos Nora, que se encierra a escuchar música de los 70´s. No hay trago,
porque no hay siquiera para el arroz.
……….
Conozcamos
al padre de Ricardito y la niña Paulina, quien pasa de visita por primera vez a
la nueva casa: no habla con palabras en realidad; es decir, tiene un argot
enorme de insultos que conecta y separa a su antojo. No termina las frases,
porque, si lo pienso mejor, no tienen la estructura de frases. Se parecen más a
ideas que llegan a su boca luego de pasar por una parte del cerebro que se
desconoce a sí misma. Pero finalmente está agotado de ser un mantenido donde
esa señora. Quiere salir uno de estos días a buscar trabajo porque lo suyo debe
ser la independencia. Además, cuenta entre risas (complicando aun más mi
improvisado oficio de traductor y amanuense) que anoche golpeó con fuerza a esa
vieja que no sabe nada aparte de suplicar por su cariño. Nora ríe con él. Luego
le recrimina por los niños, y como si fuera iluminado por un ser superior,
nuestro caballero en busca de independencia y libertad, aclara que sin trabajo
no hay plata, y sin plata no hay obligaciones. Es lo único que sale limpio,
claro, como sentencia de juez ante cámaras y sindicado. Suelta otro par de
insultos de cuatro sílabas cada cual, y sale ahuyentado por el solo recuerdo de
sus hijos.
…………...
Ella se va
a construir en ese terreno, así le digan todos que es una invasión a la orilla
de una quebrada peligrosa. No le importa, y sube el volumen de su voz mientras
habla por teléfono con otra persona que no logro identificar. El señor del
arriendo ya decretó la salida de mis tres nuevos amigos, por lo cual, no hay
más alternativas, y nadie más en la existencia a quién recurrir. Y es una mujer
de convicciones, de eso estoy seguro. Capaz ella de edificar muros en la
ladera, levantar vigas con el talante de torre que me ha mostrado (o que he
escuchado, para ser más coherentes), alzar edificios sólo con valor. Al
parecer, se van mis vecinos, y tras ellos, las sobras de vida en sociedad.
……………
No sé qué
hacer. Estoy pensando seriamente hablar con el casero, y aclararle con tono
firme, bastante esquivo fuera de las palabras que dejo en estas páginas, la
importancia de no dejarlos ir. Vamos a ser ricos si este cuento se vende,
recibiré contratos que apilaré en mi también imaginario escritorio, pago esa
renta que es minúscula para las comodidades del inmueble, contrato señora del
aseo para que se encargue de la cocina, le subsidio la independencia al hombre
amable que da lecciones de libertad a ilusas querendonas, compro tres uniformes
para la pequeña Paulina y le abro cuenta a Ricardito el empresario.
Ellos, como pueden ver,
son mi único contacto con el mundo. Cómo estará esto de inmundo.