lunes, 30 de enero de 2012

Reino de la Soledad

“… para que caiga sobre vosotros
toda la sangre inocente
derramada sobre la tierra…”
Mateo 24:35

Las pesadas gotas bañaban el reino de la soledad.


Aquel agujero cavado en la tierra olía a madera podrida, a viejo y olvidado, tierra húmeda con ríos amargos de óxido corriendo por cada rincón de la tumba deforme y oscura. Gritaba pero nadie hacía caso. Al recordar la última navidad que pasó con su familia, la mesa atiborrada de platos con mil variedades de carne, botellas de vino chileno y copas brillantes en delicada disposición, comenzaba a padecer el delirio de la selva. Y entonces gritaba más fuerte, como intentando llevar el sufrimiento más allá de la espesa vegetación, de la frondosa cortina que le mantenía lejos de lo suyo, de los suyos, la cálida cama, el refugio convertido en templo de oración y plegarias.


Sólo la ausencia de los pequeños puntos que la luz del sol dibujaba en el fondo de la celda, le indicaba que la noche comenzaba, tan larga como el tiempo que llevaba sin dormir, sin comer, sin sentirse en paz. Esperar la muerte. Nada más.


Escuchó los pasos que avanzaban por el lodo. Dos hombres se ocuparon de la puerta de madera ya devorada por la constante lluvia pero aún pesada como puente levadizo.
—Salga —fue todo lo que alcanzó a oír. Tres sombras aguardaban sin más iluminación que la de una linterna apuntándole al rostro. Pensó que se debía ver como un anciano, a pesar de sus escasos treinta años. El que la sostenía continuó inmóvil, impasible. No había prisa.
—Salga —repitió la misma voz. Y salió como animal castigado, pero enfermo de rabia. Las ropas empapadas evidenciaron el peso de sus 27 meses de cautiverio, y por efecto contrario, sintió mugre y sudor. Caminó hacia la oscuridad del monte que con las gotas gritaba más alto que todos los que compartían el destino de la guerra, del gran cementerio en que se había convertido la casa donde milenios atrás habitaron los dioses.


Apretó con fuerza la camándula que le servía de único refugio, y comenzó a rezar el Padrenuestro. Cerró los ojos, y en sus últimos instantes escuchó, lejos de su plegaria recitada entre dientes, el golpe seco del martillo, la pólvora estallando a sus espaldas, el recorrido de la bala y la nada. Todo fue lento, como el tiempo que se desvanecía con los incesantes riachuelos de agua teñida de óxido. Ambas rodillas se dejaron caer. Las palabras del cautivo desparecieron, y la muerte interrumpió su súplica, el entrecortado espasmo de un agonizante “Venga a nosotros tu reino…”