Memorias improbables de un borracho
grecocaldense
Por Pablo Arango
Sitios de encuentro y efusión de ideas, las tabernas son
al Eje Cafetero lo que el ágora a la vieja Atenas. Así lo recuerda, entre
lagunas, un veterano borrachín de la filosofía. Este texto hace parte de una
antología de grandes bebedores colombianos, publicada por Libros
Malpensante.
Para Óscar Berrío
© Matthew Bowden • Freeimages
Cuando salíamos de la escuela San
Luis Gonzaga en Manzanares (un garrafal municipio del departamento de Caldas),
algunos solo teníamos que recorrer cuatro calles y los que iban más lejos no tenían
que cruzar más de doce, porque Manzanares es un pueblo pequeño. No importa qué
tan cerca fuera uno, de cualquier modo pasábamos por el frente de algunas de
las innumerables (así nos parecían) cantinas del pueblo. De día y de noche
había muchos borrachos dormidos sobre las mesas y, con cierta frecuencia, se
desataban peleas a machete o botellazos. Era un espectáculo tremendo. La
mayoría soñábamos con ser ambas cosas cuando grandes: borrachos dormidos sobre
las mesas, y borrachos que reciben y propinan machetazos y botellazos. La
mayoría cumplimos nuestros sueños y ya se sabe que una de las dos grandes
tragedias de la vida es obtener lo que uno quiere.
Comencé mi vida de borracho a los
trece años. Ya había pasado de la primaria al bachillerato en el Colegio del
Rosario, regentado por monjas. De allí nos expulsaron a varios amigos y a mí, y
pasamos al Instituto Manzanares. Se decía que la característica que
identificaba a los estudiantes, profesores y egresados del Manzanares era que
todos le habían pegado alguna vez un puño al rector, porque era muy mal
borracho (con los primeros tragos, comenzaba a fungir de ministro de educación,
lo que al comienzo era gracioso pero al final cargaba a todo el mundo). El
coordinador de disciplina y profesor de trigonometría se sentaba todos los días
en una mesa de El Gran Bar en una esquina de la plaza principal, más o menos a
las seis de la tarde, y caía religiosamente al andén de la entrada una vez
llegadas las once de la noche. Ese era su límite. Los más jóvenes seguíamos
bebiendo hasta la madrugada. En algún momento recogíamos al profesor y lo
llevábamos hasta su casa. Ese mismo día el coordinador estaba recién bañado,
como una lechuga, a las seis y media de la mañana en la puerta del colegio,
malencarado y dispuesto a distribuir regaños y sanciones.
En aquella época no había
restricciones de horarios para las cantinas y solíamos beber en maratones de
días o semanas. Nos emborrachábamos, íbamos al colegio a tomar clases por las
mañanas y regresábamos a la cantina para seguir bebiendo día y noche (con
intervalos de sueño sobre las mesas). Aunque creo que estaba prohibido
venderles trago a los menores, algunos amigos conservan fotografías de la
época, de nuestro círculo de muchachos de trece y catorce años, con rotundas botellas
de aguardiente al lado de mesas en las que bebían policías de uniforme,
profesores, empleados bancarios y judiciales, todo el pueblo, o al menos la
importante proporción de alcohólicos.
El adjetivo Grecocaldense surgió como
una burla por las maneras de los políticos conservadores del Gran Caldas
durante la primera mitad del siglo xx, quienes se veían a sí mismos como “las
antorchas de la república” (para usar una expresión que les encantaría. A
propósito, ellos fueron inconscientes de la ironía evidente del adjetivo y lo
adoptaron con orgullo). En cada pueblo de Caldas hay poetas, academias de
historia, jurisconsultos, pendejos que citamos a Platón para pedir una media de
aguardiente o hablar de borracheras. Para los griegos, el vino era un estimulante
de la conversación y el pensamiento. Quizá lo único que tienen en común entre
sí los pensadores de la Antigua Grecia sea la idea de que la moderación es la
clave de una vida buena o al menos soportable. Nosotros, en cambio, ignorantes,
perdidos y avergonzados de ser lo que somos, siempre bebemos hasta la
inconsciencia, no para estimular el pensamiento sino para suprimirlo. Es como
si la conciencia fuera, ante todo, un problema o, mejor, la fuente de todos los
problemas. Como no conocíamos la templanza, el justo medio de los
griegos, los habitantes del pueblo nos dividíamos entre el extremo de los
borrachos impenitentes, como yo, y el de los abstemios absolutos, como mi papá.
Él me veía a mí con el mismo asombro que yo a él. Yo me preguntaba: ¡por Dios!,
¿cómo hace para no beber? Y el silencio con el que me miraba desde adentro de
los ojos era la pregunta equivalente e inversa: pero, ¿cómo puede beber así?
Quizá cada facción sostenía a la contraria: los abstemios eran la lucidez que
no tuvimos, y nosotros el estallido de oscuridad que toda vida necesita.
A dos kilómetros de Manzanares, por
la salida hacia Pensilvania (otro pueblo de borrachos) estaba Casa Roña, que en
realidad no era una casa sino un complejo de siete casas de prostitución. Un
pueblo tan pequeño, desde luego, no podía darse ese lujo. Así que se trataba
del sitio de reunión de los borrachos de esa zona del oriente de Caldas. Si
usted quería, por ejemplo, encontrarse con el alcalde de Samaná (a ocho horas
en carro) o de Marquetalia (a dos) o de Pensilvania (a una), lo más fácil era
esperar hasta que llegara el viernes en la noche y encontraría sus carros
estacionados en Casa Roña y lugares aledaños.
Había una especie de ritual: cuando
los papás de mis amigos consideraban que había llegado la hora, cuando cumplían
los trece o catorce años, se los llevaban una noche para Casa Roña, les
compraban una botella de aguardiente, un paquete de cigarrillos y contrataban
para sus hijos los servicios de una prostituta. Mi papá, además de abstemio,
nunca lo hizo, y recuerdo la envidia que me carcomía viendo a mis compañeros
desfilar hacia la vida adulta en la que uno hace lo que quiere: en este caso,
beber hasta la inconsciencia acompañado de mujeres que no solo eran mujeres,
sino que se comportaban tan mal como los hombres. Papá me miraba beber,
estupefacto, y alguna vez intentó hacerme algo parecido a un reclamo. Mamá
lloraba e insistía para que papá la acompañara a buscarme a las cantinas, y en
varias ocasiones los vi aparecerse, mamá con un chal de lana y papá con una
ruana, a las tres o cuatro de la madrugada; mamá sollozando, papá con el gesto
permanente de desconcierto y desagrado en la cara. Un par de veces marché con
ellos a casa, pero llegó el momento en que era evidente para todos que, usando
el léxico de los abogados, el caso estaba perdido.
En esas circunstancias, con catorce
años, sin tener ni idea de qué era una mujer y por tanto fascinado y aterrado,
me enamoré. Usaré su nombre artístico: Yeny. Ella tenía dieciséis años. Nos
hicimos novios. Yo estaba tan arrobado, tan impresionado por el cuerpo
femenino, por el hecho de que ella me tratara como a un hombre, por sentirme
integrado en esa pequeña pero invencible totalidad que formábamos todos los
días desde las cuatro de la tarde hasta las siete de la noche en su cuartito de
una de las casas, que todo lo demás en la vida no me importaba. A las siete de
la noche ella debía comenzar a trabajar y yo me desplazaba a uno de los bares,
donde pedía una botella de aguardiente. A veces bebía con amigos y conocidos. A
veces me emborrachaba solo. Cada billete que recibía de papá yo lo atesoraba
para gastarlo en Casa Roña bebiendo o en las tardes con Yeny, comprándole
helados, dulces y tarjetas de amor. En varias ocasiones ella cubrió mis gastos
en el bar, pero yo intentaba conseguir plata como fuera: pidiendo prestado,
mintiendo en mi casa o trabajando en alguna cantina del pueblo. La mayoría de
las veces que bebía acompañado aprovechaba para descargar la cuenta en otros
hombros. Y aprendí que si quería beber tranquilamente en la vida primero debía
asegurarme una fuente de ingresos. Fue entonces cuando el gran Dios se acordó
de mí y de mis amigos; resultó que para esa época muchos profesores del pueblo
estaban terminando de hacer unas maestrías en pedagogía reeducativa en un
programa del Ministerio de Educación para mejorar la enseñanza en el país. Y se
vieron en la obligación de escribir una tesis y, como eran casi analfabetos,
hubo mucho trabajo para aquellos de nosotros que sabíamos pegar dos oraciones
de mala manera. Gracias a esta nueva fuente de plata, pudimos intensificar
nuestras actividades en Casa Roña.
No recuerdo muchos detalles de esa
época feliz, no solo porque fue feliz sino porque el alcohol hacía su trabajo
amnésico. Pero todos los fogonazos que me trae la memoria están envueltos en un
furor, una alegría, una sensación de fuerza y energía, una especie de dicha.
Recuerdo algo que pasó una noche o,
mejor, me llegan destellos que completo con el relato de los testigos
presenciales (cuando intentamos reconstruir episodios de nuestras propias
vidas, los borrachos somos como periodistas o policías buscando fuentes,
testigos, evidencia). Me quedé dormido sobre la mesa en uno de los bares del
complejo, mientras Yeny trabajaba en el segundo piso. No sé qué hora era, el
caso fue que me despertó un golpe en la cabeza, un fracaso de cristales, un
vago dolor. Un tipo me había dado un botellazo en plena coronilla. Levanté la
cabeza y lo miré: mientras blandía con una mano el pico de la botella quebrada,
se llevaba la otra a la boca con una expresión como de pánico. Se había
equivocado (no es bueno parecerse a nadie por detrás). Así que me salvé del
paso siguiente que es una cortada en la cara con el resto de la botella o la
sacada de un ojo y, como pude, me levanté de la mesa. Pero Yeny ya venía
bajando las escaleras, con un enorme cuchillo en la mano, gritando algo como:
“¡A mí no me lo tocan hijueputas! ¡A mí no me lo tocan!”. Alcancé a adivinar lo
que pasaba, e interpuse mi tambaleante humanidad entre Yeny y mi agresor
involuntario, mientras sangraba copiosamente y lo bañaba a él con mi sangre. Yo
le decía a ella: “Mi amor, no era para mí, se equivocó. Todos somos humanos”.
(Aún hoy, cuando me emborracho, exhibo la cicatriz en la coronilla, pero en la
historia que cuento yo salvo a Yeny de unos agresores terribles.)
Lo de Yeny se terminó porque tuve que
regresar a Pensilvania (yo había vivido allí hasta los nueve años y ahora
regresaba con quince) y ella también viajaba cada vez más lejos. La zona de
tolerancia de Pensilvania (como se conocía en aquella época a los prostíbulos
en los pueblos) estaba constituida por dos casuchas desangeladas con unas
cuantas prostitutas bastante mayores (las que ya no conseguían trabajo en
ningún centro más grande, incluida Casa Roña). Corría el año 1993, había una
nueva Constitución política y el discurso de los derechos comenzó a calar en
algunas zonas del país, incluso en un reducto tan godo como Pensilvania, donde
los políticos más representativos (Óscar Iván Zuluaga, ex candidato presidencial,
y Luis Alfonso Hoyos, ex senador, ex embajador en la oea y asesor espiritual
del primero) pertenecen a un partido llamado Centro Democrático, para el cual
el centro parece ubicarse un poco a la derecha de Atila. Así que se impusieron
límites a la hora de cierre de las cantinas y comenzaron a exigirle a la
policía que hiciera efectiva la norma que prohibía venderles trago a los
menores de edad. Afortunada y desafortunadamente para nosotros, la policía
siguió más o menos fiel a su larga y venerable tradición de mirar para otro
lado.
Mi papá, que era juez de instrucción
criminal, siempre intentó realizar una labor pedagógica con procesados,
delincuentes, prostitutas, casos borrosos, almas perdidas. Sabía que era una
tarea condenada al fracaso, pero persistía. Como nunca tuvo carro ni aprendió a
manejar, para los viajes a zonas rurales debía contratar a los choferes que
ofrecían sus servicios en jeeps. Eran los mismos que nos subían a los borrachos
hasta Casa Roña cuando estábamos cansados (porque solíamos recorrer los dos
kilómetros a pie) y quienes en su mayoría conducían también ebrios (en los
paseos del colegio, por ejemplo, era usual que una garrafa de aguardiente
circulara entre estudiantes y profesores, y una vez terminada la ronda acabara
en manos del chofer de turno, mientras los pasajeros coreábamos: “Aguardiente
pa’l chofer, que hasta ahora va muy bien”. Hubo varios accidentes terribles. En
uno, por ejemplo, un chofer borracho se desbarrancó y murieron casi treinta
estudiantes. El chofer se salvó, si es que puede salvarse un alma que ha hecho
tal cosa, y desde entonces se le conoció como “Trituradora”). Lo que más le
molestaba a mi papá de esos largos trayectos en jeep era tener que soportar la
música de carrilera. Así que como parte de otro de sus proyectos didácticos,
llevaba en el bolsillo un caset con música clásica. Apenas comenzaba el viaje y
el chofer ponía alguna canción del Caballero Gaucho, papá le pedía que quitara
eso y pusiera su caset. Para completar su labor, les echaba siempre el
siguiente sermón: “Mire, señor. Esa música que le acabo de poner se llama
música clásica. Le voy a explicar la diferencia: la música clásica es como la
mamá de la demás músicas; el rock, la balada y el vallenato son como las hijas
buenas de la música clásica; mientras que esa porquería que usted puso, esa
música de carrilera, es como la hija puta de la música clásica”. El discurso
siempre acababa imponiéndose, hasta que un día un chofer lo miró a la cara
después y le lanzó una réplica de alumno aplicado: “Oiga, doctor, ¿y usted
dónde pasa más bueno: donde su mamá o donde las putas?”. Papá guardó silencio
porque la pregunta tenía su hondura, aunque él fuera incapaz de disfrutar de
ambientes como el de Casa Roña.
Quizá fue por la tusa tras haberme
separado de Yeny, quizá solo porque ya era un alcohólico, pero los dos años que
pasé en Pensilvania mientras terminaba el colegio fueron casi de borrachera
diaria, a veces varias en un solo día. Entre mis amigos estaba el hijo de uno
de los cantineros más famosos del pueblo (un logro para un pueblo de cantineros
notables), don Noé Gómez. Mi amigo se llama Mauricio, y estaba comenzando a
incursionar en el oficio paterno, en el que hasta hoy ha destacado incluso más
que su padre. Una noche Mauricio y yo estábamos muy colocados, pero todavía con
ganas de beber y sin plata. Fuimos entonces a la cantina para que su papá nos
fiara una botella de aguardiente. Cuando llegamos, la situación de Noé era peor
que la nuestra, pero aún se sostenía en pie tras la barra. En cuanto nos vio,
nos invitó a que tomáramos el aguardiente que quisiéramos (una práctica no muy
rentable que explica sus sucesivas quiebras). En medio del protocolo de copas
yendo y viniendo, abrazos, besos e insultos cariñosos, de pronto Noé llamó a
Mauricio con un gesto ceremonial, y le dijo: “Mauricio, mijo, tómese todo el
trago que ve aquí –y haciendo un arcoíris con el brazo, señalaba la estantería
repleta de botellas–; fúmese todos los cigarrillos que ve aquí –el mismo gesto
con el brazo, la estantería correspondiente–, cómase todas las viejas que
quiera, y todos los muchachos que quiera también... ¡pero no vaya a meter vicio
en la hijueputa vida!”.
En el Colegio Nacional Integrado del
Oriente de Caldas, en Pensilvania, teníamos un profesor de matemáticas que, a
diferencia del de Manzanares, no conocía la materia que enseñaba. Se había
graduado de bachiller a los 36 años y, como era favorecido de algún político
con alguna influencia, le dieron la única vacante de profesor que había.
Durante su primera clase eludía las matemáticas, contaba una larga historia que
comenzaba con algo como: “Había una vez un niño que tenía que ver por su
familia. Se levantaba a las cinco de la mañana y muchas veces no tomaba ni
tragos. Traía la leche desde la tierra fría y se devolvía por las tardes
cargado de leña para su casa...”. Después de dos horas contando las peripecias
del muchacho, remataba: “Y ese niño, ese niño soy yo”. En la segunda clase
aparecía con un pequeño camión y nos llevaba a todos los estudiantes hasta su
finca para enseñarnos a embridar caballos: “Ustedes tienen que aprender algo
que les sirva pa’ la vida, muchachos”. En la tercera clase se veía en la penosa
obligación de intentar con las matemáticas. Comenzaba a ejecutar algún
ejercicio en el tablero. Luego de media hora de ansiedad y sudor, terminaba el
ejercicio y le daba como resultado, digamos, 7. Pero en el libro la respuesta
correcta era 12. Entonces nos advertía: “Eso es para que no traguen entero,
muchachos. Los libros también contienen errores”. Luego decía que lo
volviéramos a intentar y emprendía nuevamente la tarea en el tablero. Esta vez
le daba 9 y, en un rapto de dicha, exclamaba: “¡Ya nos estamos arrimando!”. Las
borracheras de este matemático experimental eran memorables, además, porque
tenía una yegua favorita, llamada Condesa, con la que salía a beber. Nunca
vimos una comunión más perfecta entre dos seres: el profesor le daba miel y un
poco de cerveza a Condesa mientras él tomaba aguardiente en los umbrales de las
cantinas y, aunque no estaba montado en la yegua, bebía afuera porque a Condesa
no le permitían entrar (él intentó entrarla varias veces). La sacaba ensillada
con su mejor apero, peinada, linda, pero no la montaba. La llevaba por todo el
pueblo tirándola suavemente de la brida, mientras él tomaba aguardiente y le
decía una y otra vez: “Condesa pendeja, ¿usté no me conoce o qué?”.
En 1986 se instauró la elección
popular para las alcaldías de todos los municipios, y un pariente lejano de mi
familia ganó los comicios en una ocasión en Pensilvania. El problema que se
planteó fue que, como mi pariente era un borracho –al igual que quienes votaron
por él–, ahora siendo el alcalde podía beber hasta la hora que quisiera y
pasarse por alto la restricción de horarios, pues era el comandante de la policía.
Así que al comienzo de su mandato pasaba hasta la madrugada en su cantina
favorita, que ahora abría hasta cuando el señor alcalde no pudiera mantenerse
en pie. Esto comenzó a generar cierto malestar, puesto que las demás cantinas
eran cerradas por la policía a la una de la mañana, y todos los borrachos nos
íbamos para donde despachaba el alcalde. Por primera y última vez en la
historia del pueblo, los cantineros se vieron en la necesidad de incursionar en
algo parecido a la política de izquierdas y, peor aún, para protestar. El
representante que eligieron para hablar con el alcalde fue precisamente el papá
de mi amigo:
–Oiga, Noé, ¿qué pasó que me pidió
cita como si no me viera todos los días en la calle?
–No, doctor, es que estamos
preocupados...
–¿Usted se está engüevonando? ¿Por
qué me está hablando como un marica?
–Es que usted ahora es el alcalde.
–Sí, malparido, ¿y qué?
–Pues que yo venía a decirle una cosa
porque es que los cantineros estamos muy aburridos.
–¿Y qué fue lo que pasó pues?
–Es que usted está enriqueciendo a
Ancízar porque ahora todo el mundo quiere beber allá donde usted esté, porque
se pueden amanecer bebiendo y en cambio a nosotros nos cierran los negocios.
–¿Y por qué no hablaron antes,
hijueputas? ¡De ahora en adelante me emborracho todos los días en una cantina
distinta!
La salomónica solución de mi pariente
funcionó muy bien, hasta que llegó otro alcalde y dispuso que era hora de
cumplir la ley y ordenó a la policía cerrar todos los negocios, sin excepción,
a la una de la mañana. El resultado fue que todos nos reuníamos a la una en la
plaza del pueblo, y seguíamos bebiendo. A causa de ello, por primera vez
amanecí dormido en un andén. Un tío alcohólico, hermano de papá, al parecer se
sintió en la obligación de llamarme al orden:
–Oiga, loca, uno tiene que llegar
bien a la casa. ¿Es que no ha visto beber a los hombres? Si uno está muy
maluco, pues corre el envase en la mesa, pone el brazo y apoya la cabeza. Se
duerme un rato. Se despierta y se toma otras dos o tres botellitas. ¡Pero uno
llega bien a la casa! Que no lo vuelva a ver durmiendo en la calle. ¡Aprenda a
beber!
A partir de 1994 los paramilitares
comenzaron a hacer presencia en Manzanares. Es decir, a dejarse ver
desfachatadamente. Varios de mis amigos se enrolaron en ese ejército de
desalmados, y fue el comienzo del fin. Recuerdo en particular a un amigo de la
escuela, a quienes los demás idolatrábamos. Nosotros teníamos diez años y él
doce. Era bulteador y nos hizo saber sonoramente cuando le empezó a salir vello
púbico y a crecer la verga. Reía todo el tiempo, hacía chistes, repartía golpes
tremendos pero cariñosos, iba a Casa Roña cuando nosotros apenas podíamos soñar
día y noche con mujeres desnudas, tenía plata en los bolsillos, bebía como un
cosaco, casi no dormía y aún así iba a la escuela (perdía todas las materias
pero no le importaba) y seguía sonriente. No lo volví a ver por años, pero lo
llevaba en la memoria como el emblema del sabio, de quien ha encontrado el
sentido de la vida. Luego me enteré de que se enroló en el paramilitarismo e
hizo cosas terribles (creo que ahora anda cuadripléjico a causa de un
atentado). La llegada de los paramilitares significó la ruina de Casa Roña (y
del pueblo): ya nadie quería subir allá por miedo. La última vez que vi algo de
actividad fue en 2011, viajando desde Pensilvania hacia Manizales. Eran las
siete de la mañana y yo iba en un bus. Solo quedaba una de las casas en
servicio; tenía en la mitad del frontispicio un letrero mal impreso sacado de
internet, con la imagen pixelada de una modelo rubia sobre un fondo morado en
el que decía: “Eclipse total del amor”. En la terraza alcancé a ver a dos
mujeres y tres hombres, amanecidos, aturdidos, con esa mirada que yo conocía
tan bien, la que precede al momento en que puede pasar cualquier cosa: la caída
en el sueño o el furor homicida. Eso era todo lo que quedaba: un eclipse, cinco
pares de ojos que miraban desde el vacío hacia ninguna parte.
En los peores momentos de resaca
metafísica (perdón por la tautología) me he arrodillado intentando el comienzo
de un ruego. Pero algo adentro me susurra que el cielo, arriba, está vacío, y
abajo y a los lados también; que no hay ni arriba ni abajo; y que si hay algo
en alguna parte, podría no ser agradable encontrárselo. Freud sugirió que los
escépticos, agnósticos y ateos padecemos un déficit psíquico. Por lo menos
cuando somos borrachos, me consta. Uno querría siquiera poderle dedicar los
años perdidos a alguien que comprendiera. Pero no hay nada por comprender, y lo
sabemos, y ese conocimiento empeora nuestras ya precarias vidas: nos hace
conscientes de la insignificancia del embrollo alcohólico y, en consecuencia,
de nuestras vidas. Al escribir sobre los revolucionarios europeos de fines del
siglo xix y comienzos del xx, a quienes odiaba y admiraba por igual, Joseph
Roth dijo que la euforia de haber luchado por un gran ideal o por la humanidad
seguía determinando sus acciones mucho después de que la vida los había
desencantado, incluso cuando ya eran más lúcidos, menos ingenuos. Recuerdo ese
pasaje porque un borracho se parece a un revolucionario, pero sin grandes
ideales y sin pensar en la humanidad: somos una parodia, el títere sin alma de
un revolucionario. En el caso del idealista que lucha por la causa en la que
cree, la energía que produce esa droga simbólica se gasta en un propósito
elevado. Pero cuando no va junto a una idea noble la energía, la euforia que
produce el alcohol, solo se gasta en el acto mismo y va destruyendo al borracho
y sus alrededores, sin ninguna compensación simbólica a cambio, porque todos
sabemos que bebemos para estar borrachos, no para salvar a nadie ni para
materializar ninguna idea.
En el caso de los borrachos que
creemos haber dejado el alcohol sin depender de la religión o alguno de sus
sustitutos (por ejemplo, el programa de Alcohólicos Anónimos), la historia que
nos contamos en lo que consideramos la lucidez de la desesperanza es más o
menos esta: primero el sacudón, los ramalazos del trago y la lujuria justo
cuando uno se abre paso en la vida, luego el caos y la confusión y, finalmente,
la quietud cansina de quien descubrió el secreto fundamental de la vida, a
saber: que no había ningún secreto y no era necesario que lo hubiera.
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Este texto fue oficialmente publicado en Revista Malpensante nro. 172 de marzo de 2016. Se reproduce en este blog sólo con ánimo de difusión literaria, y sin ningún interés económico.