domingo, 22 de enero de 2017

Los destinos cruzados

El título del libro es una pretensión de conjuro y azar: El castillo de los destinos cruzados. La novela, dividida en dos escenarios de densidad mordaz, versa alrededor de las existencias, los pasos, los fracasos y los milagros que ejercen personajes desconocidos, todos buscando refugio, todos en un encuentro inesperado con audiencia dispuesta al banquete o las copas; su suerte es el sino trágico o afortunado. Pero el detalle más consistente es que en ambos espacios –el castillo y la taberna–, todos los presentes pierden la voz, y sólo pueden construir su relato con las cartas del tarot (barajas de Visconti-Sforza y Marsella respectivamente). Es por ello que el inicio de cada memoria precisa el esfuerzo de descifrar la intención, adivinar en un acto de clarividencia el origen de la esencia particular que cada quien ha traído hasta la mesa de los extraños. Los nombres de los capítulos son testimoniales: historia de la novia condenada, historia de un ladrón de sepulcros, o historia del bosque vengador.
Al escritor cubano Italo Calvino (más recordado por Las ciudades invisibles o Si una noche de invierno un viajero) le tomó cinco años cumplir la tarea de esta obra astronómica. Merced a su impulso, sintió el deseo de conjugar el icono con su posibilidad interpretativa. Publicado en 1973, El castillo de los destinos cruzados es incluso en palabras del mismo autor uno de sus mejores trabajos, y no se aleja de los conceptos que sobre él se han elaborado. Además de la cartografía caprichosa compuesta por el conjunto de protagonistas, el grupo de viajeros, la falta de voz y el mazo como único lenguaje, son los símbolos del poder, el amor y la locura los que dan puntadas certeras para convertir los relatos en uno solo: la humanidad representando el papel minúsculo de sus agonías, limitada por el tiempo ante los ojos indiferentes de la historia.
“Ahora prepara una mesa para dos, espera el regreso del marido y espía cada movimiento del follaje de este bosque, cada carta que cae de esta baraja del tarot, cada golpe de efecto en esta urdimbre de cuentos, hasta llegar al final del juego. Entonces sus manos desparraman las cartas, mezclan la baraja, vuelven a empezar desde el principio.”



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El castillo de los destinos cruzados (traducción de Aurora Bernárdez), Ediciones Siruela. 

sábado, 14 de enero de 2017

Ahogarse en una copa

Memorias improbables de un borracho grecocaldense

Por Pablo Arango

Sitios de encuentro y efusión de ideas, las tabernas son al Eje Cafetero lo que el ágora a la vieja Atenas. Así lo recuerda, entre lagunas, un veterano borrachín de la filosofía. Este texto hace parte de una antología de grandes bebedores colombianos, publicada por Libros Malpensante. 

Para Óscar Berrío

© Matthew Bowden • Freeimages


Cuando salíamos de la escuela San Luis Gonzaga en Manzanares (un garrafal municipio del departamento de Caldas), algunos solo teníamos que recorrer cuatro calles y los que iban más lejos no tenían que cruzar más de doce, porque Manzanares es un pueblo pequeño. No importa qué tan cerca fuera uno, de cualquier modo pasábamos por el frente de algunas de las innumerables (así nos parecían) cantinas del pueblo. De día y de noche había muchos borrachos dormidos sobre las mesas y, con cierta frecuencia, se desataban peleas a machete o botellazos. Era un espectáculo tremendo. La mayoría soñábamos con ser ambas cosas cuando grandes: borrachos dormidos sobre las mesas, y borrachos que reciben y propinan machetazos y botellazos. La mayoría cumplimos nuestros sueños y ya se sabe que una de las dos grandes tragedias de la vida es obtener lo que uno quiere.
Comencé mi vida de borracho a los trece años. Ya había pasado de la primaria al bachillerato en el Colegio del Rosario, regentado por monjas. De allí nos expulsaron a varios amigos y a mí, y pasamos al Instituto Manzanares. Se decía que la característica que identificaba a los estudiantes, profesores y egresados del Manzanares era que todos le habían pegado alguna vez un puño al rector, porque era muy mal borracho (con los primeros tragos, comenzaba a fungir de ministro de educación, lo que al comienzo era gracioso pero al final cargaba a todo el mundo). El coordinador de disciplina y profesor de trigonometría se sentaba todos los días en una mesa de El Gran Bar en una esquina de la plaza principal, más o menos a las seis de la tarde, y caía religiosamente al andén de la entrada una vez llegadas las once de la noche. Ese era su límite. Los más jóvenes seguíamos bebiendo hasta la madrugada. En algún momento recogíamos al profesor y lo llevábamos hasta su casa. Ese mismo día el coordinador estaba recién bañado, como una lechuga, a las seis y media de la mañana en la puerta del colegio, malencarado y dispuesto a distribuir regaños y sanciones.
En aquella época no había restricciones de horarios para las cantinas y solíamos beber en maratones de días o semanas. Nos emborrachábamos, íbamos al colegio a tomar clases por las mañanas y regresábamos a la cantina para seguir bebiendo día y noche (con intervalos de sueño sobre las mesas). Aunque creo que estaba prohibido venderles trago a los menores, algunos amigos conservan fotografías de la época, de nuestro círculo de muchachos de trece y catorce años, con rotundas botellas de aguardiente al lado de mesas en las que bebían policías de uniforme, profesores, empleados bancarios y judiciales, todo el pueblo, o al menos la importante proporción de alcohólicos.
El adjetivo Grecocaldense surgió como una burla por las maneras de los políticos conservadores del Gran Caldas durante la primera mitad del siglo xx, quienes se veían a sí mismos como “las antorchas de la república” (para usar una expresión que les encantaría. A propósito, ellos fueron inconscientes de la ironía evidente del adjetivo y lo adoptaron con orgullo). En cada pueblo de Caldas hay poetas, academias de historia, jurisconsultos, pendejos que citamos a Platón para pedir una media de aguardiente o hablar de borracheras. Para los griegos, el vino era un estimulante de la conversación y el pensamiento. Quizá lo único que tienen en común entre sí los pensadores de la Antigua Grecia sea la idea de que la moderación es la clave de una vida buena o al menos soportable. Nosotros, en cambio, ignorantes, perdidos y avergonzados de ser lo que somos, siempre bebemos hasta la inconsciencia, no para estimular el pensamiento sino para suprimirlo. Es como si la conciencia fuera, ante todo, un problema o, mejor, la fuente de todos los problemas. Como no conocíamos la templanza, el justo medio de los griegos, los habitantes del pueblo nos dividíamos entre el extremo de los borrachos impenitentes, como yo, y el de los abstemios absolutos, como mi papá. Él me veía a mí con el mismo asombro que yo a él. Yo me preguntaba: ¡por Dios!, ¿cómo hace para no beber? Y el silencio con el que me miraba desde adentro de los ojos era la pregunta equivalente e inversa: pero, ¿cómo puede beber así? Quizá cada facción sostenía a la contraria: los abstemios eran la lucidez que no tuvimos, y nosotros el estallido de oscuridad que toda vida necesita. 
A dos kilómetros de Manzanares, por la salida hacia Pensilvania (otro pueblo de borrachos) estaba Casa Roña, que en realidad no era una casa sino un complejo de siete casas de prostitución. Un pueblo tan pequeño, desde luego, no podía darse ese lujo. Así que se trataba del sitio de reunión de los borrachos de esa zona del oriente de Caldas. Si usted quería, por ejemplo, encontrarse con el alcalde de Samaná (a ocho horas en carro) o de Marquetalia (a dos) o de Pensilvania (a una), lo más fácil era esperar hasta que llegara el viernes en la noche y encontraría sus carros estacionados en Casa Roña y lugares aledaños.
Había una especie de ritual: cuando los papás de mis amigos consideraban que había llegado la hora, cuando cumplían los trece o catorce años, se los llevaban una noche para Casa Roña, les compraban una botella de aguardiente, un paquete de cigarrillos y contrataban para sus hijos los servicios de una prostituta. Mi papá, además de abstemio, nunca lo hizo, y recuerdo la envidia que me carcomía viendo a mis compañeros desfilar hacia la vida adulta en la que uno hace lo que quiere: en este caso, beber hasta la inconsciencia acompañado de mujeres que no solo eran mujeres, sino que se comportaban tan mal como los hombres. Papá me miraba beber, estupefacto, y alguna vez intentó hacerme algo parecido a un reclamo. Mamá lloraba e insistía para que papá la acompañara a buscarme a las cantinas, y en varias ocasiones los vi aparecerse, mamá con un chal de lana y papá con una ruana, a las tres o cuatro de la madrugada; mamá sollozando, papá con el gesto permanente de desconcierto y desagrado en la cara. Un par de veces marché con ellos a casa, pero llegó el momento en que era evidente para todos que, usando el léxico de los abogados, el caso estaba perdido.
En esas circunstancias, con catorce años, sin tener ni idea de qué era una mujer y por tanto fascinado y aterrado, me enamoré. Usaré su nombre artístico: Yeny. Ella tenía dieciséis años. Nos hicimos novios. Yo estaba tan arrobado, tan impresionado por el cuerpo femenino, por el hecho de que ella me tratara como a un hombre, por sentirme integrado en esa pequeña pero invencible totalidad que formábamos todos los días desde las cuatro de la tarde hasta las siete de la noche en su cuartito de una de las casas, que todo lo demás en la vida no me importaba. A las siete de la noche ella debía comenzar a trabajar y yo me desplazaba a uno de los bares, donde pedía una botella de aguardiente. A veces bebía con amigos y conocidos. A veces me emborrachaba solo. Cada billete que recibía de papá yo lo atesoraba para gastarlo en Casa Roña bebiendo o en las tardes con Yeny, comprándole helados, dulces y tarjetas de amor. En varias ocasiones ella cubrió mis gastos en el bar, pero yo intentaba conseguir plata como fuera: pidiendo prestado, mintiendo en mi casa o trabajando en alguna cantina del pueblo. La mayoría de las veces que bebía acompañado aprovechaba para descargar la cuenta en otros hombros. Y aprendí que si quería beber tranquilamente en la vida primero debía asegurarme una fuente de ingresos. Fue entonces cuando el gran Dios se acordó de mí y de mis amigos; resultó que para esa época muchos profesores del pueblo estaban terminando de hacer unas maestrías en pedagogía reeducativa en un programa del Ministerio de Educación para mejorar la enseñanza en el país. Y se vieron en la obligación de escribir una tesis y, como eran casi analfabetos, hubo mucho trabajo para aquellos de nosotros que sabíamos pegar dos oraciones de mala manera. Gracias a esta nueva fuente de plata, pudimos intensificar nuestras actividades en Casa Roña.
No recuerdo muchos detalles de esa época feliz, no solo porque fue feliz sino porque el alcohol hacía su trabajo amnésico. Pero todos los fogonazos que me trae la memoria están envueltos en un furor, una alegría, una sensación de fuerza y energía, una especie de dicha.
Recuerdo algo que pasó una noche o, mejor, me llegan destellos que completo con el relato de los testigos presenciales (cuando intentamos reconstruir episodios de nuestras propias vidas, los borrachos somos como periodistas o policías buscando fuentes, testigos, evidencia). Me quedé dormido sobre la mesa en uno de los bares del complejo, mientras Yeny trabajaba en el segundo piso. No sé qué hora era, el caso fue que me despertó un golpe en la cabeza, un fracaso de cristales, un vago dolor. Un tipo me había dado un botellazo en plena coronilla. Levanté la cabeza y lo miré: mientras blandía con una mano el pico de la botella quebrada, se llevaba la otra a la boca con una expresión como de pánico. Se había equivocado (no es bueno parecerse a nadie por detrás). Así que me salvé del paso siguiente que es una cortada en la cara con el resto de la botella o la sacada de un ojo y, como pude, me levanté de la mesa. Pero Yeny ya venía bajando las escaleras, con un enorme cuchillo en la mano, gritando algo como: “¡A mí no me lo tocan hijueputas! ¡A mí no me lo tocan!”. Alcancé a adivinar lo que pasaba, e interpuse mi tambaleante humanidad entre Yeny y mi agresor involuntario, mientras sangraba copiosamente y lo bañaba a él con mi sangre. Yo le decía a ella: “Mi amor, no era para mí, se equivocó. Todos somos humanos”. (Aún hoy, cuando me emborracho, exhibo la cicatriz en la coronilla, pero en la historia que cuento yo salvo a Yeny de unos agresores terribles.)
 Lo de Yeny se terminó porque tuve que regresar a Pensilvania (yo había vivido allí hasta los nueve años y ahora regresaba con quince) y ella también viajaba cada vez más lejos. La zona de tolerancia de Pensilvania (como se conocía en aquella época a los prostíbulos en los pueblos) estaba constituida por dos casuchas desangeladas con unas cuantas prostitutas bastante mayores (las que ya no conseguían trabajo en ningún centro más grande, incluida Casa Roña). Corría el año 1993, había una nueva Constitución política y el discurso de los derechos comenzó a calar en algunas zonas del país, incluso en un reducto tan godo como Pensilvania, donde los políticos más representativos (Óscar Iván Zuluaga, ex candidato presidencial, y Luis Alfonso Hoyos, ex senador, ex embajador en la oea y asesor espiritual del primero) pertenecen a un partido llamado Centro Democrático, para el cual el centro parece ubicarse un poco a la derecha de Atila. Así que se impusieron límites a la hora de cierre de las cantinas y comenzaron a exigirle a la policía que hiciera efectiva la norma que prohibía venderles trago a los menores de edad. Afortunada y desafortunadamente para nosotros, la policía siguió más o menos fiel a su larga y venerable tradición de mirar para otro lado.
Mi papá, que era juez de instrucción criminal, siempre intentó realizar una labor pedagógica con procesados, delincuentes, prostitutas, casos borrosos, almas perdidas. Sabía que era una tarea condenada al fracaso, pero persistía. Como nunca tuvo carro ni aprendió a manejar, para los viajes a zonas rurales debía contratar a los choferes que ofrecían sus servicios en jeeps. Eran los mismos que nos subían a los borrachos hasta Casa Roña cuando estábamos cansados (porque solíamos recorrer los dos kilómetros a pie) y quienes en su mayoría conducían también ebrios (en los paseos del colegio, por ejemplo, era usual que una garrafa de aguardiente circulara entre estudiantes y profesores, y una vez terminada la ronda acabara en manos del chofer de turno, mientras los pasajeros coreábamos: “Aguardiente pa’l chofer, que hasta ahora va muy bien”. Hubo varios accidentes terribles. En uno, por ejemplo, un chofer borracho se desbarrancó y murieron casi treinta estudiantes. El chofer se salvó, si es que puede salvarse un alma que ha hecho tal cosa, y desde entonces se le conoció como “Trituradora”). Lo que más le molestaba a mi papá de esos largos trayectos en jeep era tener que soportar la música de carrilera. Así que como parte de otro de sus proyectos didácticos, llevaba en el bolsillo un caset con música clásica. Apenas comenzaba el viaje y el chofer ponía alguna canción del Caballero Gaucho, papá le pedía que quitara eso y pusiera su caset. Para completar su labor, les echaba siempre el siguiente sermón: “Mire, señor. Esa música que le acabo de poner se llama música clásica. Le voy a explicar la diferencia: la música clásica es como la mamá de la demás músicas; el rock, la balada y el vallenato son como las hijas buenas de la música clásica; mientras que esa porquería que usted puso, esa música de carrilera, es como la hija puta de la música clásica”. El discurso siempre acababa imponiéndose, hasta que un día un chofer lo miró a la cara después y le lanzó una réplica de alumno aplicado: “Oiga, doctor, ¿y usted dónde pasa más bueno: donde su mamá o donde las putas?”. Papá guardó silencio porque la pregunta tenía su hondura, aunque él fuera incapaz de disfrutar de ambientes como el de Casa Roña.
Quizá fue por la tusa tras haberme separado de Yeny, quizá solo porque ya era un alcohólico, pero los dos años que pasé en Pensilvania mientras terminaba el colegio fueron casi de borrachera diaria, a veces varias en un solo día. Entre mis amigos estaba el hijo de uno de los cantineros más famosos del pueblo (un logro para un pueblo de cantineros notables), don Noé Gómez. Mi amigo se llama Mauricio, y estaba comenzando a incursionar en el oficio paterno, en el que hasta hoy ha destacado incluso más que su padre. Una noche Mauricio y yo estábamos muy colocados, pero todavía con ganas de beber y sin plata. Fuimos entonces a la cantina para que su papá nos fiara una botella de aguardiente. Cuando llegamos, la situación de Noé era peor que la nuestra, pero aún se sostenía en pie tras la barra. En cuanto nos vio, nos invitó a que tomáramos el aguardiente que quisiéramos (una práctica no muy rentable que explica sus sucesivas quiebras). En medio del protocolo de copas yendo y viniendo, abrazos, besos e insultos cariñosos, de pronto Noé llamó a Mauricio con un gesto ceremonial, y le dijo: “Mauricio, mijo, tómese todo el trago que ve aquí –y haciendo un arcoíris con el brazo, señalaba la estantería repleta de botellas–; fúmese todos los cigarrillos que ve aquí –el mismo gesto con el brazo, la estantería correspondiente–, cómase todas las viejas que quiera, y todos los muchachos que quiera también... ¡pero no vaya a meter vicio en la hijueputa vida!”.
En el Colegio Nacional Integrado del Oriente de Caldas, en Pensilvania, teníamos un profesor de matemáticas que, a diferencia del de Manzanares, no conocía la materia que enseñaba. Se había graduado de bachiller a los 36 años y, como era favorecido de algún político con alguna influencia, le dieron la única vacante de profesor que había. Durante su primera clase eludía las matemáticas, contaba una larga historia que comenzaba con algo como: “Había una vez un niño que tenía que ver por su familia. Se levantaba a las cinco de la mañana y muchas veces no tomaba ni tragos. Traía la leche desde la tierra fría y se devolvía por las tardes cargado de leña para su casa...”. Después de dos horas contando las peripecias del muchacho, remataba: “Y ese niño, ese niño soy yo”. En la segunda clase aparecía con un pequeño camión y nos llevaba a todos los estudiantes hasta su finca para enseñarnos a embridar caballos: “Ustedes tienen que aprender algo que les sirva pa’ la vida, muchachos”. En la tercera clase se veía en la penosa obligación de intentar con las matemáticas. Comenzaba a ejecutar algún ejercicio en el tablero. Luego de media hora de ansiedad y sudor, terminaba el ejercicio y le daba como resultado, digamos, 7. Pero en el libro la respuesta correcta era 12. Entonces nos advertía: “Eso es para que no traguen entero, muchachos. Los libros también contienen errores”. Luego decía que lo volviéramos a intentar y emprendía nuevamente la tarea en el tablero. Esta vez le daba 9 y, en un rapto de dicha, exclamaba: “¡Ya nos estamos arrimando!”. Las borracheras de este matemático experimental eran memorables, además, porque tenía una yegua favorita, llamada Condesa, con la que salía a beber. Nunca vimos una comunión más perfecta entre dos seres: el profesor le daba miel y un poco de cerveza a Condesa mientras él tomaba aguardiente en los umbrales de las cantinas y, aunque no estaba montado en la yegua, bebía afuera porque a Condesa no le permitían entrar (él intentó entrarla varias veces). La sacaba ensillada con su mejor apero, peinada, linda, pero no la montaba. La llevaba por todo el pueblo tirándola suavemente de la brida, mientras él tomaba aguardiente y le decía una y otra vez: “Condesa pendeja, ¿usté no me conoce o qué?”.
En 1986 se instauró la elección popular para las alcaldías de todos los municipios, y un pariente lejano de mi familia ganó los comicios en una ocasión en Pensilvania. El problema que se planteó fue que, como mi pariente era un borracho –al igual que quienes votaron por él–, ahora siendo el alcalde podía beber hasta la hora que quisiera y pasarse por alto la restricción de horarios, pues era el comandante de la policía. Así que al comienzo de su mandato pasaba hasta la madrugada en su cantina favorita, que ahora abría hasta cuando el señor alcalde no pudiera mantenerse en pie. Esto comenzó a generar cierto malestar, puesto que las demás cantinas eran cerradas por la policía a la una de la mañana, y todos los borrachos nos íbamos para donde despachaba el alcalde. Por primera y última vez en la historia del pueblo, los cantineros se vieron en la necesidad de incursionar en algo parecido a la política de izquierdas y, peor aún, para protestar. El representante que eligieron para hablar con el alcalde fue precisamente el papá de mi amigo:
–Oiga, Noé, ¿qué pasó que me pidió cita como si no me viera todos los días en la calle?
–No, doctor, es que estamos preocupados...
–¿Usted se está engüevonando? ¿Por qué me está hablando como un marica?
–Es que usted ahora es el alcalde.
–Sí, malparido, ¿y qué?
–Pues que yo venía a decirle una cosa porque es que los cantineros estamos muy aburridos.
–¿Y qué fue lo que pasó pues?
–Es que usted está enriqueciendo a Ancízar porque ahora todo el mundo quiere beber allá donde usted esté, porque se pueden amanecer bebiendo y en cambio a nosotros nos cierran los negocios.
–¿Y por qué no hablaron antes, hijueputas? ¡De ahora en adelante me emborracho todos los días en una cantina distinta!
La salomónica solución de mi pariente funcionó muy bien, hasta que llegó otro alcalde y dispuso que era hora de cumplir la ley y ordenó a la policía cerrar todos los negocios, sin excepción, a la una de la mañana. El resultado fue que todos nos reuníamos a la una en la plaza del pueblo, y seguíamos bebiendo. A causa de ello, por primera vez amanecí dormido en un andén. Un tío alcohólico, hermano de papá, al parecer se sintió en la obligación de llamarme al orden:
–Oiga, loca, uno tiene que llegar bien a la casa. ¿Es que no ha visto beber a los hombres? Si uno está muy maluco, pues corre el envase en la mesa, pone el brazo y apoya la cabeza. Se duerme un rato. Se despierta y se toma otras dos o tres botellitas. ¡Pero uno llega bien a la casa! Que no lo vuelva a ver durmiendo en la calle. ¡Aprenda a beber!
A partir de 1994 los paramilitares comenzaron a hacer presencia en Manzanares. Es decir, a dejarse ver desfachatadamente. Varios de mis amigos se enrolaron en ese ejército de desalmados, y fue el comienzo del fin. Recuerdo en particular a un amigo de la escuela, a quienes los demás idolatrábamos. Nosotros teníamos diez años y él doce. Era bulteador y nos hizo saber sonoramente cuando le empezó a salir vello púbico y a crecer la verga. Reía todo el tiempo, hacía chistes, repartía golpes tremendos pero cariñosos, iba a Casa Roña cuando nosotros apenas podíamos soñar día y noche con mujeres desnudas, tenía plata en los bolsillos, bebía como un cosaco, casi no dormía y aún así iba a la escuela (perdía todas las materias pero no le importaba) y seguía sonriente. No lo volví a ver por años, pero lo llevaba en la memoria como el emblema del sabio, de quien ha encontrado el sentido de la vida. Luego me enteré de que se enroló en el paramilitarismo e hizo cosas terribles (creo que ahora anda cuadripléjico a causa de un atentado). La llegada de los paramilitares significó la ruina de Casa Roña (y del pueblo): ya nadie quería subir allá por miedo. La última vez que vi algo de actividad fue en 2011, viajando desde Pensilvania hacia Manizales. Eran las siete de la mañana y yo iba en un bus. Solo quedaba una de las casas en servicio; tenía en la mitad del frontispicio un letrero mal impreso sacado de internet, con la imagen pixelada de una modelo rubia sobre un fondo morado en el que decía: “Eclipse total del amor”. En la terraza alcancé a ver a dos mujeres y tres hombres, amanecidos, aturdidos, con esa mirada que yo conocía tan bien, la que precede al momento en que puede pasar cualquier cosa: la caída en el sueño o el furor homicida. Eso era todo lo que quedaba: un eclipse, cinco pares de ojos que miraban desde el vacío hacia ninguna parte.
En los peores momentos de resaca metafísica (perdón por la tautología) me he arrodillado intentando el comienzo de un ruego. Pero algo adentro me susurra que el cielo, arriba, está vacío, y abajo y a los lados también; que no hay ni arriba ni abajo; y que si hay algo en alguna parte, podría no ser agradable encontrárselo. Freud sugirió que los escépticos, agnósticos y ateos padecemos un déficit psíquico. Por lo menos cuando somos borrachos, me consta. Uno querría siquiera poderle dedicar los años perdidos a alguien que comprendiera. Pero no hay nada por comprender, y lo sabemos, y ese conocimiento empeora nuestras ya precarias vidas: nos hace conscientes de la insignificancia del embrollo alcohólico y, en consecuencia, de nuestras vidas. Al escribir sobre los revolucionarios europeos de fines del siglo xix y comienzos del xx, a quienes odiaba y admiraba por igual, Joseph Roth dijo que la euforia de haber luchado por un gran ideal o por la humanidad seguía determinando sus acciones mucho después de que la vida los había desencantado, incluso cuando ya eran más lúcidos, menos ingenuos. Recuerdo ese pasaje porque un borracho se parece a un revolucionario, pero sin grandes ideales y sin pensar en la humanidad: somos una parodia, el títere sin alma de un revolucionario. En el caso del idealista que lucha por la causa en la que cree, la energía que produce esa droga simbólica se gasta en un propósito elevado. Pero cuando no va junto a una idea noble la energía, la euforia que produce el alcohol, solo se gasta en el acto mismo y va destruyendo al borracho y sus alrededores, sin ninguna compensación simbólica a cambio, porque todos sabemos que bebemos para estar borrachos, no para salvar a nadie ni para materializar ninguna idea.

En el caso de los borrachos que creemos haber dejado el alcohol sin depender de la religión o alguno de sus sustitutos (por ejemplo, el programa de Alcohólicos Anónimos), la historia que nos contamos en lo que consideramos la lucidez de la desesperanza es más o menos esta: primero el sacudón, los ramalazos del trago y la lujuria justo cuando uno se abre paso en la vida, luego el caos y la confusión y, finalmente, la quietud cansina de quien descubrió el secreto fundamental de la vida, a saber: que no había ningún secreto y no era necesario que lo hubiera.

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Este texto fue oficialmente publicado en Revista Malpensante nro. 172 de marzo de 2016. Se reproduce en este blog sólo con ánimo de difusión literaria, y sin ningún interés económico.