domingo, 26 de febrero de 2017

Común y corriente

Este tipo de libros encarna cierta dificultad para una clase muy particular de lectores: no es una sino muchas historias. Por lo usual caigo en la costumbre absurda de embelesarme más con el ejercicio de encontrar los lazos que unen un relato, que en maravillarme con la profundidad que cada cual, en aparente simpleza, entrega al ser leído.
En 1999 el escritor Paul Auster recibe la invitación de presentar un programa en la Radio Pública Nacional de Estados Unidos, para compartir con la audiencia algunos de sus cuentos. Tras rechazar la propuesta, Auster se siente primero intrigado y luego convencido con la idea de su esposa Siri: pedirle a los oyentes que sean ellos los que envíen los relatos, y el autor los lee luego al aire. Nada pretencioso, suena al principio. Un año después de iniciado el proyecto, ya tenía más de mil historias. “La mayor parte de ellas han sido escritas con una convicción firme y sencilla y honran a las personas que las han enviado. Todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia”, afirma el autor en el prólogo de este libro que recoge la selección de 180 testimonios personales, todos cristalizando la pluralidad de la condición humana: Creía que mi padre era Dios.
Es Norteamérica expuesta en una diáspora de pequeñas patrias: la que cada uno fronteriza, preserva, no siempre añora, la de la Guerra de Vietnam, el racismo, las nuevas oportunidades y los desamores. Continentes flotando en océanos inmensos de nuestro ser íntimo. “Es entonces cuando oigo desde fuera la manifestación de mi conciencia interior. Comienza al mismo tiempo por encima y entre el cruce en el que me encuentro. Es un estruendo que intercede en mi ruidoso sueño de carretera. El silbido atraviesa la noche, se acerca, llega a su punto culminante y luego se aleja. El sonido es fuerte, agresivo y, con acorde celeridad, algo que se pierde en la distancia mientras me recuerda que no estoy en ninguna parte”, escribe John Howze, de Tejas.
No quiero recordar aquí una cita en particular, pero de forma segura muchos autores han instado a dar un segundo paseo por su obra, como impulso indispensable para que el lector descubra también los personajes, los lugares y las escenas difíciles de advertir tras el primer recorrido. Tal muñeca matrioska, así se compone Creía que mi padre era Dios. En una sola página pueden darse cita las notas más nimias de la cotidianidad, con un maravilloso acontecimiento del azar. Algo me sorprendió y fascinó: en la última historia, una mujer refugiada de múltiples males acude al llamado de Paul Auster, y envía una descripción de sus reflexiones, que transmite la plenitud de las palabras, los secretos que en cada sílaba ellas –entre la voz encerrada en la radio, y que la acompaña en los peores momentos– conservan y anidan con celo. Como la vida. Lo sencillo, lo de todas las jornadas, disfrazado de común y corriente. Como una narración exigiendo ser releída, para entregar los átomos esenciales de sus pequeñas narraciones.

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“Me he levantado más temprano que de costumbre. El aire ha cambiado. En primavera el aire es diferente que en invierno. Las ramas de los árboles están dentadas con pequeños brotes rojizos. Más adelante, se cubrirán de una pelusilla verdeamarillenta, formando unos pálidos halos bajo el sol. Las hojas estivales son oscuras y dan sombra, pero las hojas primaverales dejan pasar la luz. En primavera, los árboles despliegan unas bóvedas translúcidas y resplandecen durante el día.”

Eileen O´Hara
San Francisco, California.

“En mi versión, yo me elevo, (…) y observo las olas de un mar de hierba, los campos arados de un marrón profundo, las grandes llanuras y los ríos en primavera con sus aguas enfurecidas, mientras navego por el aire. Trazo un arco por encima de relucientes aldeas africanas y de amplias extensiones de nieve azulada sin sentir calor ni frío. Veo ejércitos de pingüinos emperadores en la península antártica, esperando la primavera como mudas estatuas, y masas humanas irritadas, apretujándose en las entradas de los metros. A pesar de los cambios geográficos, mis paisajes imaginarios son siempre soleados y me permiten proyectar mi sombra ondulada sobre la irregular superficie de la tierra.”

Mary McCallum
Proctorsville, Vermont.

“Temblando, nerviosa, enciendo la radio por primera vez en muchos meses. Paul Auster está leyendo un relato sobre una niña que ha perdido a su padre y que arrastra un árbol de Navidad por las calles de Brooklyn a medianoche. Nos pide que le enviemos nuestras historias.
Hay ciertas condiciones: tienen que ser cortas y tienen que ser verídicas.
Pero yo no tengo muertes ni viajes dignos de ser contados. No tengo golpes de suerte espectaculares ni tragedias increíbles. Sólo tengo una tristeza común y corriente. Peor aún, llevo semanas sin poder escribir nada y lo único que ocupa mi mente son las partidas inminentes, los cambios inminentes.
Entonces me doy cuenta: éste es el momento en que la soledad me tiende su mano amiga. La radio me está invitando a que vuelva. Que vuelva a las habitaciones que llenará con su voz envuelta en la más tibia franela, que vuelva a la cálida luz de un tiempo a solas.
He reconocido su invitación al escribir estas líneas. Ésta es mi historia, que concluye con el punto culminante del presente.”

Ameni Rozsa
Williamstown, Massachusetts.