Ilustración de Verónica Velásquez. Cuento publicado originalmente en Universo Centro nro. 96. Mayo de 2018.
El poder no se posee, se ejerce: afirmación que ha dado tela
para infinidad de debates en la sastrería de la universidad. Y nada representa
mejor su alcance que el rasero bondadoso o tiránico de la nota en clase. Del cero
al cinco los profesores tienen en sus manos la regla que mide parciales,
exposiciones, talleres y finales; o ponen a ganar al estudiante o lo ponen a
perder, ya sea con sabiduría y mesura o con hiel rencorosa y lascivia. Pero es
una autoridad que no dura para siempre: lo que pasa en el salón tiempo después se
vuelve anécdota, recuerdo maluco, chistes para el reencuentro de egresados o
amistades de tinto entre el alumno agradecido y el maestro orgulloso.
Jairo Montaño es un profesor de planta que conoce el juego y
lo domina con pericia. Desde el primer día de clase hace un recorrido atento y
cauteloso para identificar a la inocente que en unos cuantos meses va a estar
rogándole para que la pase. Los hombres, qué carajo, ojalá peguen bien un par
de frases con alguna cita sacada a empellones de los documentos que les pone a
leer, y listo. Su materia se llama Teoría sociológica I, algo así como un curso
de iniciación para encender el motor de la carrera.
Esa mañana Mario, Paulina y yo estábamos en la cafetería, a
sólo dos mesas del drama: una muchacha que no llegaba a los veinte años le
suplicaba al borde de las lágrimas, unía sus manos, luego miraba de nuevo las
notas del semestre y la evaluación del final llena de tachones de lapicero
rojo. Montaño era una estatua de indiferencia. Calvita arriba y cola menuda
atrás, mentón amplio, ojos pequeños y nariz afilada, tenía la atención perdida
en las mangas de la universidad, y sólo movía la cabeza en una negación
mecánica. La espesura de un bozo gris ocultaba la sonrisa de victoria: ya había
reducido a la víctima.
Nosotros tres sólo intentamos escuchar por curiosidad, pero
más tarde, en un bar cerca a la universidad, comentamos el tema con calma y
lenguaje de pola. Mario y yo vimos ese curso hace ya mucho tiempo, y ahora
andábamos en la práctica. A Paulina le tocó verlo cuando llegaba a los treinta años;
técnicamente otro hombre a los ojos de Montaño. Pero ella, como adulta en
pregrado, sirvió de paño de lágrimas para varias jovencitas que al final, entre
la frustración y el asco por las insinuaciones del profesor, repitieron la
materia en otra universidad gracias a un programa de pasantía. La tabla de
salvación no redimía la mancha en la hoja de vida académica, pero les evitaba
llegar a extremos para pasar raspadas. “Cuándo será que echan a ese hijueputa”,
comentó Mario. “Qué pesar de esas peladas, les digo pues. Y en esa facultad no
hacen nada”, respondió Paulina. A ella la indignación se le escuchaba más
sincera. Por esos días yo trabajaba en un proyecto con la Alcaldía y tenía
cierta cercanía a muchachos no muy reputados de un barrio popular que me
guardaban estima y respeto por dos razones: estar en la universidad y dirigir unos
talleres de pintura que dábamos los sábados en la sede comunal. Con uno de
ellos, especialmente, había tejido una suerte de camaradería y confianza. Saqué
un cigarrillo, lo prendí, fruncí el entrecejo para darle seriedad a mi próxima
frase, y luego de inclinarme un poco como quien va a soltar un secreto
peligroso, les dije: “lo mejor es pegarle un susto a ese man”.
***
Pepino nunca fue pillo, pero se reunía después del mediodía con
los muchachos en la esquina a fumarse un porrito y a esperar la noche para
volver a la casa. Veinticinco años. Cuando terminábamos el taller casi siempre
le pedía que nos quedáramos otro rato en una tienda tomando gaseosa. Era todo
un personaje: sin caer en nada ilegal más allá de la traba, odiaba a los
“tombos por sapos”, compartía la pinta y las palabras de su combo, y de vez en
cuando se ponía reflexivo. Con corte de pelo estilo militar, su cabeza alargada
casi hasta la caricatura permitía entender el apodo; dos ojos enromes y
saltones estaban separados por una nariz fina. De su oreja izquierda colgaba
siempre una pequeña candonga de plata. Propuestas de manejar plaza o cuidar cuadras
le llegaban cada semana, pero Pepino siempre estuvo al margen no por cobardía
sino por el deseo no resuelto de estudiar. Conversábamos sobre las ideas revolucionarias
de Camilo Torres y su entrada al ELN a mediados de los sesenta, la diferencia
entre liberales y conservadores o el nacimiento de la Constitución del 91, y
Pepino mostraba inquietud, un joven entendiendo poco a poco el funcionamiento
mezquino de la nación, la cabeza que movía la falange de su barrio. “Tengo que
meterle un susto a alguien”, le solté casi sonriendo, sin asomo de inseguridad.
Ese sábado ya lo tenía inspirado con cuentos sobre la lucha obrera y el voto
femenino. “¿Y qué fue lo que hizo pues?”, preguntó; ahí me llegó cierto aire de
tranquilidad. Venía preparado para una negativa inmediata. “Es un profesor de
la universidad que maneja las calificaciones para caerles a las peladas”. Luego
de escuchar el asunto completo le quedó claro que Montaño era un depravado. Y
aceptó. El plan en esencia era muy simple: yo tenía la dirección de Montaño; él
salía los viernes de clase de seis de la tarde y siempre se tomaba los aguardientes
en una taberna de salsa cerca de la universidad. Luego caminaba hasta la casa,
un trayecto de cuatro cuadras. Desde mi moto, al lado de una cabina de teléfono,
yo iba a estar de campana en una esquina hasta que llegara. Pepino en una
tienda esperaba la señal, una llamada perdida. Y ahí salía en su moto, lo abordaba,
fingía portar un arma, se mandaba la mano a la cacha bajo la camisa –la
billetera, para ser francos–, y en cuestión de segundos lo dejaba congelado luego
de una amenaza simple, más o menos algo como “si te volvés a meter con alguna
pelada de la universidad te morís, maricón. Quedás advertido”. Todo muy rápido,
sin violencia pero con determinación.
Íbamos bien, hasta que Pepino disparó la amenaza. A buena
distancia observé atento, preso de ansiedad ante una escena que probablemente
disfrutarían las víctimas indefensas de los deseos carnales de Montaño. Viejo pervertido.
Ojalá hubiera tenido una cámara para regar el video, ojalá hubiera podido hacer
zoom a sus pantalones y capturar para la posteridad la manchita de orín bajando
hasta las rodillas. Pero en nuestro plan no consideramos que Montaño, con los
guaritos encima, no copiaba de miedo. Más que susto, despertamos su valor de
maestro borrachín. Un derechazo preciso a la mandíbula y el pobre Pepino cayó
al pavimento. El cuerpo metálico de la moto descansó su peso sobre las piernas
y lo atrapó contra el suelo entre quejidos y alboroto. De la otra esquina
apareció otra moto más enorme, gruñendo como perro guardián, verde e imponente:
los policías, los tombos. “Este hijueputa me iba a atracar”, gritó Montaño. Ni
siquiera le quedó claro el mandado. Pepino no lograba liberarse y se retorcía en
el piso. Un policía calmaba al inocente profesor de universidad mientras el
otro llamaba por radioteléfono a la patrulla para levantar al ladrón y llevarlo
a la estación. Desde un rincón asistí a mi propio asombro y pavor. Me refugié en
la cabina telefónica y pasé desapercibido hasta que todo concluyó. Fue una hora
tan larga como la noche entera.
***