La madurez es una pregunta que
cuestiona las lecciones previstas por el tiempo. Es decir, ¿en qué punto
alcanza su estado más evidente?, o en cambio, ¿se puede volver de su plena
condición y desarrollo, como si tuviéramos la capacidad de rechazarla luego de
estar inmersos en ella? Y algo más irreal: ¿cuál es en verdad su lado opuesto?
Acabo de leer Otras voces, otros ámbitos de Truman
Capote: una historia tan conmovedora y lúcida, tan estupenda e íntima; imágenes
de Norteamérica que valen para la memoria. Capote construye esta primera novela
(1948) a los 23 años; probablemente aquí se perfilaron el hombre y el nombre
que luego traerían El arpa de hierba
(1951) y Desayuno en Tiffany´s
(1958).
Hijo de Nueva Orleans pero criado
en granjas del sur estadounidense, Capote logra proyecciones literarias
heredadas de los paisajes que se le entregaban durante el día en juegos de
luces y colores, por encima de la joroba dentada de la línea de árboles y el
curso acuático de la tarde en el campo. Pero también, las revelaciones de la
pasión humana que vemos en personajes agobiados por cargas de los amores y los
odios ya lejanos, aún con sueños mínimos para redimirse del pasado. Se desdobla
en los libros el autor inquieto.
Joel Knox, de trece años,
emprende su viaje luego de recibir una carta de su padre, quien los abandonó a
él y a su madre cuando el muchacho sólo tenía un año de vida. Con él recorremos
no sólo los caminos para llegar a un nuevo hogar, sino los descubrimientos que
le aguardan: encontrar un mundo rural reducido, sólo habitado por un puñado de
gente, pero enorme en las características diversas de cada morador. Las
palabras se convierten en una galería: toda frase es pincelazo deliberado y al
final nos queda la imagen, el cuadro completo. «Durante algún tiempo el pájaro
de la lluvia había chillado su fresca promesa desde su guarida de bayas de
saúco, y el sol estaba encerrado en una tumba de nubes, nubes tropicales que
avanzaban por el bajo cielo amontonándose hasta formar una gigantesca montaña
gris».
La madurez de Joel Knox, visible
en sus recuerdos de lugar, las relaciones familiares y fraternales, las
despedidas inevitables, y la posibilidad de ver al frente para que la vida
continúe, es un indicio de la madurez de Capote: «se volvió a mirar al estéril
azul evanescente y contempló al chiquillo que había dejado atrás». Pero el
lector también recibe una dosis de esa misma madurez, es decir, se entristece
con los sucesos crueles, se alegra con las ilusión, por ejemplo, de conocer la
nieve, y al cierre toma como algo natural el adiós prudente: volver los ojos a
un buen libro, y a los pasos que nos trajeron a esta tímida calma, a esta
reconfortante incertidumbre.
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