Mientras el viento frío de la
medianoche ingresa a la sala a través de la ventana, las llamas en la chimenea van
desapareciendo. Quedan dos troncos oscurecidos, casi en carbón, y lo que antes
era fuego intenso aminora logrando la sutil brasa. Pero esa es toda la luz que
habita en la vieja casona de campo donde he decidido recluirme; silencio y
soledad para leer tirado en mi silla, y recordar con las siluetas portentosas
que salen de vez en cuando de aquel fuego prodigioso.
Hace segundos las sombras
bailaban en los muros del cuarto, y ascendían en danza hipnótica hasta alcanzar
el techo. Ahora, mi figura trazada y desfalleciente se extiende, se torna como
una línea delgada ya sin forma, moviéndose al capricho de las llamas remanentes.
Me incorporo y observo lo que, en el centro de la chimenea, semeja el final de
una historia narrada en matices de rojo, amarillo, negro.
¿Tocan a la puerta? Tocan a la
puerta. Eso escuché, tres golpes secos, la prolongación de cada cual y el
sonido sin ser sonido que les separa. Pero sin intención de abrir me acerco y pongo
mi mano tímida, temblorosa, sobre la madera envejecida. No vuelven a tocar. No
voy a abrir. Nadie aguardará en el corredor. Pero abro.
Luego de conjugar todo el panorama
iluminado por la luz de la luna, y de dar dos pasos instintivos hacia la noche,
hacia el prado, retrocedo y cierro. Esta clase de cosas, según he leído, suceden
cuando, el que llama a la puerta ya está dentro. Con su anuncio de tres golpes
te indica que reposa en la silla de la sala, está en la cocina moviendo los
enseres, en el baño bajando la palanca, en tu comedor y en tu cuarto,
descansando bajo la cama.
El impulso me lleva al patio
trasero a tomar dos troncos del montículo de madera cortada y dispuesta para el
fuego. Subo el interruptor, y al encenderse la bombilla aparecen de la nada
cientos de bichos que empiezan a revoletear a su alrededor. Desciendo por una
escalinata hacia la penumbra, y de repente la puerta se cierra. Me cierran la
puerta. Empujo pero alguien al otro lado ha activado el pasador. Si usted permaneciera
solo en aquel viejo refugio más de diez años, también sentiría un leve
escalofrío escarbando en sus piernas hasta crecer y hacerle trepidar los
hombros.
Corro hacia la entrada principal, me guío por las paredes descascaradas
del exterior de la casona, mis manos dan en la oscuridad con barrotes y
columnas de concreto igual de consumidas, respiro fuerte y descontroladamente.
Está cerrada, y toco tres veces, con ansia en el corazón acelerado que nadie
abra. Y es cuando escucho los leños cayendo sobre las brasas agonizantes de la
chimenea, oigo cuando se sienta en la silla de mi sala, y nadie se acerca a
abrir. Con el frío de la medianoche en el cuerpo camino a pasos cortos hacia la
ventana por donde entra el viento cargado de luna y prado.