jueves, 10 de junio de 2010

Semáforo

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Está en rojo y la función debe comenzar.
Una llovizna con vientos fuertes cayó a eso de las tres de la tarde, y se la pasó trabajando en las panaderías del centro, consolándose con el olor que llega casi hasta la otra acera. Pero a Pachito le gusta más la calle, esperar el turno en el semáforo para que las peloticas se apoderen del aire, la atención irrompible y la frente en alto.
A esta hora son muchas las miradas que siguen los movimientos del artista. Su espectáculo tan único se toma la cebra; choferes, motociclistas, los dos policías que siempre se ubican en la esquina aguardando que algún accidente o correría les interrumpa la contemplada de niñas; chicas en marcha incesante, pasando por todas las mesas, e hipnotizando con el contoneo de sus caderas a los agentes del orden.



Es el show de Pachito, y él manda.
Se le olvida que no ha completado la cuota, que tiene hambre, que no sabe lo que es un pantalón nuevo desde el bono jugoso de octubre, que la mamá llevó hasta la casucha. Debía tener la cena lista para las ocho, cuando llegara don Rodrigo del aeropuerto, pero una hora antes estaba preparado el recibimiento. Ésta fue una alegría inesperada para doña Martha, quien no escatimó adjetivos al felicitar semejante esfuerzo. Firmó el cheque con esa cifra tan generosa y la pobre mujer admiró ese número que no había conocido en pago alguno.



La muchacha trigueña se acerca a la venta de minutos. Ayer, luego de la llamada habitual, llegó hasta la esquina un sujeto gordo al volante de una camioneta blanca, inmensa. Ella corrió hasta la puerta del copiloto, le saludó con beso en la mejilla, cruce de miradas y de risitas, y los dos se perdieron al doblar la avenida.
Pero en su rostro se descubre que hoy no está hablando con el gordo, sino con alguien que le despierta cariño; la delata esa sonrisa no tan maliciosa. Por lo menos eso es lo que cree Pachito, sin saber mucho de los trucos amorosos.
Posiblemente no se equivoca. Esta vez es un hombre moreno, delgado, a pie. Se arrima con sigilo por detrás, y trata de asustarla como en un juego, coloca sus manos en la esbelta cintura mientras ella se voltea, reaccionando a la aparición. De nuevo miradas, la risita, y sus labios regalan frases cortas. La rodea con ambos brazos y acercan sus rostros con delicadeza, sin prisa y respirando el aire del otro, el calor del aliento. Cuando se besan, el abrazo parece tomar fuerza, los dedos aprietan la espalda al tiempo que la ropa se traza en pliegues como rastro de garras en la piel.
Sus pasos se pierden bajo la sombra de los árboles que se extienden a lado y lado de la calle, entrelazando sus hojas a varios metros del piso, para formar un arco que semeja manos unidas en el aire.



Desde su automóvil, Juan Carlos observa al niño que arroja tres peloticas hacia arriba, la cara algo sucia y el pantalón desgastado pero la cabeza altiva. No entiende cómo la gente trae hijos al mundo para sufrir, e inmediatamente llega a su memoria el rostro de Cata, la ansiedad al mediodía en el restaurante italiano, la orden de fetuccini con salmón ahumado y la noticia que cambia vidas. Ya sabe que se va a llamar Francisco. El homenaje es para su tío, gran empresario que murió cuando tantos años de licor y banquetes se le vinieron encima, y le cobraron la quietud de la oficina con un infarto fulminante. Pero su herencia le merece la perpetuidad del nombre, o por lo menos, prolongarlo una generación más.

Pasa a verde.



Y Pachito más tarde se irá a su casa, arriba en las colinas que se alejan de este centro tan oscuro como iluminado. Prefiere el laberinto de calles que ascienden hasta perderse en sombras, a los intrincados senderos de la vida, esa maraña de nudos donde la gente acaba metida. En líneas angostas, otros como él juegan día y noche en un show propio y privado, siempre la mirada en las manos y en el aire.
“ley de colores tan extraña esa de abajo”, piensa.
“Para que unos avancen, es necesario que otros se queden. Mientras unos se quedan, otros se la ganan casi jugando”.