viernes, 9 de julio de 2010

En Justicia

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El primer silbido llamó la atención de tres señoras que cruzaban la calle, dos caballeros calvos entregados a su charla en la panadería, sólo interrumpidos por los jirones de pan a la boca, y un barrendero que se dio vuelta para observar hacia el pequeño parque; muchas miradas se dirigieron hacia el sujeto de chaqueta oscura, y de pronto, sin más señal que el sonido agudo atravesando el aire, todos comenzaron a silbar.

Entonces, vi su figura dando zancadas por la acera, sus movimientos perdidos y el acelere del escape. La cantidad de autos a gran velocidad le impidieron llegar al otro lado en un primer intento, y fue necesario esperar sin pausar el ritmo, casi a punto de caer por la agitación y la creciente fuerza de un silbido hecho de cien silbidos. Fue cuando muchos corrieron tras él, sin necesidad de ser informados, sin saber por qué lo hacían, pero con pleno conocimiento de la causa. Esas cosas del lenguaje, más cercanas al instinto y la protección.

Me ubiqué en el semáforo de la esquina, siguiendo la ruta señalada por las miradas de quienes no habían ido tras el asaltante. Desde allí se observaba, en el otro extremo que daba con el próximo bloque, a toda la muchedumbre arrojando golpes hacia el bulto magullado, con movimientos feroces y desordenados. Luego lo levantaron, a la vez que un policía arribaba con torpeza, simulando un trote agitado y el arma empuñada. Armonía impuesta por la ley. Lo tomó por la camiseta y balanceó su cuerpo hacia adelante, produciendo una escena semejante a la de un ventrílocuo y su sesión de preguntas. El que antes corría para huir de la atención, los silbidos y la cacería de la turba que crecía cada tres casas, ahora avanzaba con parquedad, resistiéndose a los empujones del agente y de la gente, torciendo el gesto perdido entre hematomas y la hinchazón. Por momentos se dirigía al obeso oficial para dejar salir un par de palabras mal acomodadas en el desespero de su tono, a lo que el otro contestaba acelerando el paso, sin romper la pétrea mirada al frente.

Estaban a sólo unos metros de la estación, cosa que el asaltante, al parecer, no sabía. El problema de no conocer la estepa. Del tumulto, salió una colegiala con uniforme de cuadros color café, y las mejillas rojas por la agitación. Su cara malhumorada indicaba que había sido la agredida, y se ubicó a la siniestra del policía, imitando su tosca expresión. No insultaba como los demás, pero algo quería gritar; quizá, para sentirse un poco la heroína de la congregación.

Asumí el papel de alguien esperando un bus retrasado, mirando con un dejo de impaciencia la hora que marcaba mi celular. Pura payasada. Intentando disimular el interés comadrero para diferenciarme de los que sólo aguardaban la procesión, terminé siendo el más ridículo de los espectadores. Sólo me superó un señor de canas y gafas oscuras, que se apostó en el teléfono público, y nunca insertó la moneda.

Frente a la estación, la gran masa parecía disolverse; se entablaban conversaciones improvisadas entre los desconocidos, y todos adoptaban ahora la posición de jueces racionales, hablando sobre la inseguridad y especulando sobre los hechos y las consecuencias.
De repente, el obeso policía se acercó a uno de los tertulianos, y le tomó del brazo para luego halarlo hacia el pequeño edificio de la autoridad.
-A usted lo vi en la revuelta. Venga pa´dentro que también se tiene que quedar-.
Atónitos, los parroquianos volvieron a su faena del silbido, esta vez en contra de la detención arbitraria.
Estupefacto, el hombre que había propiciado la persecución, y había propinado varios golpes al aprendiz de hampón, sólo se limitó a encoger los hombros, y mirar con sorpresa a la muchedumbre, sin poder siquiera organizar sus palabras en la mente.
-Para eso estamos nosotros, hermano-, concluyó secamente el oficial, mientras lo hacía pasar por la misma puerta que el agresor.

Y afuera, todo quedó desierto.

Imagino a los expertos en delinquir por lo grande, mofándose de una ley que gatea cuando ellos vuelan alto.

Algunos repiten el estribillo con esperanza: “la justicia cojea pero llega”. Otros se confortan al creer en un más allá donde nada quede sin castigo, tormento donde el tiempo no corre. Aparentemente, sólo resta el consuelo de pensar que, a veces, los hijos de la injusticia salen a la calle sin siquiera haber aprendido a caminar.