lunes, 24 de noviembre de 2008

31 de Diciembre...

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Aún, cuando cae la noche y el golpe de las aguas contra las rocas me saca del sueño, comienzo a pensar en mi niña...

Pienso en aquellos girasoles que nunca le llevé. Cuánto le gustaban los girasoles. Decía que eran como pequeños solecitos sonrientes. Luego yo la tomaba de la mano y apretaba fuerte, tan fuerte como para impedirle que volara y me dejara en medio de la playa, extendiendo mis brazos hacia el cielo en inútil búsqueda.

Ya es un poco tarde. Afuera las celebraciones de los ebrios me recuerdan mis épocas de aventurero y me traen otras remembranzas, otros tiempos menos inclementes, el gozo y la vehemencia con los que se actúa cuando no existe más licor que la satisfacción de amar perennemente.

Debería visitarla, aunque ya no aguarde ansiosa en el parque. Ya no me espera con esa expresión angelical que cautivaba de principio a fin. La banca, que solitaria deja pasar el tiempo y acaricia palomas en otoño, sabe ser testigo imparcial y nunca llegará a juzgarme con la crudeza con que ahora yo lo hago.

Debería llevarle girasoles aunque no pueda esperar ninguna respuesta, ni una lágrima ni un agradecimiento. Tal vez lo haga, tal vez visite su tumba desgastada por largos años de olvido y deposite allí un par de solecitos, para luego marchar y esperar el golpe constante de las olas que me recuerdan el rostro de mi niña, mi niña hermosa que me llama para dar un paseo por la playa, cogidos de la mano, hablando de los girasoles que tanto le hacen sonreír…


Largo brazo de la ley

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El día que debió haber concluido como uno de los más significativos para la historia mal escrita de reivindicación juvenil en la ciudad, terminó sumergido en sangre e impunidad, en el oprobio y la mentira del poder que en algún momento admiré con respeto. Cada uno de los que asistimos al espectáculo, que tan avisado estaba gracias a medios y comentarios varios en el parque popular y en la plaza pública, no estábamos ni remotamente preparados para enfrentar las eventualidades que en la regularidad, parecieran extraídas de novela policial o de noticiario internacional.

En Narcosis, tres hombres reunidos por el amor al género más acribillado del rock and roll, pretendieron dar forma a una agrupación sin virtuosismo, pero con el arte que atropella desde lo más abstracto del entorno. Se salieron por la tangente, y ésta los intentó devorar. Siendo yo muy joven, llegó a mis manos la grabación prima del grupo peruano, gracias a un viejo camarada que me acompañaba en mis labores de saqueo en busca de gallinas. Ignorando el ruido estridente y la pésima calidad del sonido, semejante mensaje de libertad era un problema inspirador que a pocos regocijaba, por ser tan réprobo como la actitud que suscitaba. Tener la oportunidad de verlos en Medellín, haciendo resonar en sus guitarras el compás de lo que antes sólo escapaba por los parlantes de mi reproductor chino, era un honor al cual me había hecho insignificante merecedor.

Era necesario impeler aquel grito desgarrador de inconformismo hacia los brazos de la inquisición que juzga herejes correspondidos en sus estrados y cárceles fétidas por la miseria que rebosa. Vaya ironía. Sin estar remotamente preparados para enfrentar semejantes eventualidades, comprobamos que aquel lema indefectible, el constante “Sucio policía verde” que resonaba por puertas y ventanas, por paredes y muros de concreto, el sagrado estandarte de una revolución mal narrada, se tendría que cantar desde prisiones improvisadas o en un funeral que a todos atrapó como un sol de madrugada ulterior a la fiesta.

Muchos fueron los errores que intentaron avisar un inminente fracaso. Otra prueba fehaciente del dominio de la ilusión sobre la realidad.

De los detalles que atestigüé, puedo decir que son bastante penosos. Aquella tarde esperé en la Universidad, entre una charla amena y las sonrisas de una mujer que había acabado de conocer, con paciencia pero ansiedad a la vez. Me tranquilizaba con el paso de los minutos porque todo estaba perfectamente organizado. El concierto iniciaba a las seis y treinta, permitiendo hacer un cálculo confiable y factible: Eran tres las bandas que abrirían, y se podría predecir con facilidad que Narcosis iniciara su función luego de las ocho. No había prisa. Contaba con tiempo de sobra y ni un retraso considerable estaría en capacidad de arruinar el plan maestro.

Salí de la universidad hacia el poblado, donde el bar escogido, Barlovento, esperaba un público ansioso de Punk y descontrol bajo control. No se dudaría de la seguridad, excepto si eras un conocedor del asunto y de los encargados de último momento. Me aventuré entre calles y avenidas que semejaban un campo de batalla, por ser la hora pico la polución en su salsa, y los sonidos estridentes pero poco deseados la única solución de buses y taxis que peleaban el dominio de la vía.

Todo fue bastante extraño cuando llegué al parque del poblado. A lo lejos, se divisaba gente huyendo de algo que para mí era completamente desconocido, al tiempo que policías con uniforme característico para afrontar disturbios atropellaban a la gente en un intento desesperado por atrapar culpables de alguna canallada. Luego de comprar una cerveza, me ubiqué en una de las esquinas del concurrido lugar, observando el panorama, el enfrentamiento que sorprendía a propios y extraños, una batalla campal entre la bien identificada fuerza pública, y jóvenes portadores de indumentaria rock que los caracterizaba desde la distancia.

Entonces comprendí que todo había salido mal. Decidí emprender retorno, cuando de repente, uno de los agentes dando pasos agigantados se me acerca mientras vocifera: -¿Querés patrulla, hijueputa?-. Sin comprender por completo la situación, regocijo por unos instantes mi desprecio hacia el uniformado y contesto sin dar crédito ni menor importancia a mis palabras: -¿Eso es una propuesta?-. El hombre que creía haberme visto involucrado en los hechos, sólo alcanzó a lanzar su enorme brazo sobre mi apocada existencia, consiguiendo con su infame acto arrojarme la cerveza al suelo. Sentí que la afrenta laceró hasta mi apellido, pero pudo más el temor a un sueño pesado en cualquier calabozo de barrio pudiente que todo el valor heredado, y salí corriendo como espíritu hacia el viento, huyendo de la implacable fuerza de la ley. Sus últimas palabras, antes de perder el aliento debido a la obesidad y el cansancio (más a la primera que a la segunda) fueron, según mi tacto de buen escapista: -Muy gracioso, malparido. Muy gracioso-.

Al día siguiente, todos los medios daban vueltas y vueltas, generando especulación y mentiras mal elaboradas, jugando con los sucesos y sacando a la luz una cantidad indeterminada de imágenes que parecían más un trabajo realizado por un cazador de archivo que un serio sustento de información veraz.

Sin embargo, había algo que todos ignorábamos. Todos, menos los directamente implicados. Un joven perteneciente al grupo de los asistentes, un simple muchacho de tan solo catorce años, perdió la vida en circunstancias que hasta el sol de hoy, no han sido esclarecidas. Según un reporte preliminar, una papa bomba arrojada por los mismos manifestantes, sería la causante de tan bochornoso deceso que sólo empañó una noche demasiado curtida. Al parecer, es preciso ir armado a un concierto, según las autoridades encargadas del caso. Llevaré un bulto de yucas para proteger mi vida en otra oportunidad.

Todo había salido mal. Efectivamente, el concierto se efectuó, pero todo estaba decretado. Incluso el destino se encargó de la demás sazón que de postre no dejaría un plato frío sino una compota caliente, un desperdicio insano de patrañas en todo un enredo por desenmascarar a un orden poco ordenado. Ni ellos se entienden. El establecimiento se encuentra abarrotado de personas, algunas de ellas, extraños que son amigos cercanos del conocido Wilson, y los demás, los ausentes que no conocen al ilustre personaje, presos de la desesperación se arrojan contra la maciza puerta que no cede en ningún momento.

Lo demás es difícil de describir, además de innecesario. Un joven, por cosas de la vida, se fue a escuchar música a otra parte. Es complicado entender cuándo estás a un lado o al otro de la ley. Te pueden servir en un momento preciso, y de repente te ves cubierto de sanguijuelas y pirañas que calan hasta los huesos. De esta forma, no te imaginas caminando por la calle, con la plena seguridad que te protegen, que no eres simplemente el producto mal habido del presupuesto que te excluirá tarde que temprano. Te tragas el desprecio y la humillación, pero tendrás que vomitarlo. En algún momento lo haré, pero que sea con letras, con música. No con odio sin sentido, semejante a la espada que mata. Más bien con el remordimiento que ejecuta sentencia sin abrigar la impunidad de lo más ruin que hemos tenido que presenciar…


viernes, 21 de noviembre de 2008

La trinidad (sin santidad alguna)

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De la Argentina, tres cosas arrebatan su porción correspondiente de cariño para permitir el goce romántico con la plateada. El tango, mágico en versos pero esclavo de amores, holgado en palabras de fisonomía exacta y delineada. Un recuerdo de Gardel que nato en cuna de Toulouse o Tacuarembó, volvía a su sentido homenaje con la frente marchita, siempre un pucho entre dedos o labios cual Polaco Goyeneche, siempre la mirada altiva y el arresto porteño.

Boca, la pasión con los contrastes, escudo calcado del cielo nocturno donde, entre plétora de constelaciones, se dibujan los rostros sonrientes de Cherro, Tarasconi y Varallo. El Diego, que el séptimo día descansó. Sale el Rey, mientras se escucha entre los cánticos de Xeneizes y Bosteros que la Bombonera, el estadio de Alberto Armando, no tiembla, late. Así duermo con calma, pero en matrimonio con el sufrimiento: El Poderoso en mi alma, la mitad más uno en mi corazón. Dos caras de la moneda, semejante a la que arroja el árbrito para dejarle a la suerte la responsabilidad de asignar arco.

Quino filósofo, Quino dibujante, Quino grande. Joaquín Salvador Lavado, el tercero de la breve lista. De gustos por la Argentina que presenció revolución, Domingo Perón y “Evita” entre treintones y cuarentavos, me quedo con la picardía a blanco y negro del agudo dibujante. Los trazos que su mano permite a su ingenio, sin técnica compleja o detalles escrupulosos, transportan al discurso metódico de Sartre, Camus, Hobbes, Comte o Foucault. Tanta creación se resume en dominicales que ya desaparecidos, vieron nacer a personajes de historia común, mas no corriente.

Pero lo mejor, la obra magna, está ilustrada como una gallada de cuadra, ciudad de inmigrantes, plaza y gritos. A Mafalda me unen tan gratos recuerdos como amarguras por la sopa con sabor a realidad. Imposible sería dar precisión a la fecha en que nos conocimos, pero seguramente un encuentro tan significativo para el autor de estas líneas puede acompañarse con música de los Beatles y un saludo mesurado, simple como su perspicacia. De la liga justiciera me quedo con Miguelito (inocente ególatra), el Guille como Hippie neófito, la praxis de Adam Smith en Manolito el español Goreiro (declarado amor por Rockefeller), Susanita anexa a la escuela del comadreo, Felipito “no me soporto” y la bienaventurada Libertad, más reciente en la logia. Pero es tema para otra fogata. A la nena irreverente con pandilla propia la abordamos luego para masacrar democracias o reírnos de ellas.

Quedo en deuda: Espacio para Mafalda, lo que va de Quino, disertaciones tangueras de buenas piernas con anís, unas cucharadas de sopa social y un poco de pelota rodando. Aquí no nos llamamos democracia, pero manda la minoría.

“Está bien. Trabajar para ganarse la vida.
Pero, ¿por qué esa vida que uno se gana trabajando

La tiene que gastar trabajando para ganarse la vida?”

Miguelito Pitti, Maf
alda.


lunes, 8 de septiembre de 2008

Entre mi cuarto y el quinto

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La amargura reposa en el fondo de la copa.
La atmósfera circundante es, de manera lúgubre, bastante similar a la pesada niebla que cubre en la noche el viejo parque de mi barrio. Posiblemente eso fue lo que me despertó para introducir mi propia existencia en un dolor de cabeza insoportable. Cuantos recuerdos y cuantas imágenes se me hacen irreconocibles, para orgullo de las sombras adheridas al olvido durante su compañía.

Una buena velada, si me preguntan. Lástima que me embriagara tan rápido, entre mi cuarto y el quinto. Ahí es donde comprende uno el porqué de tantas matadas en moto. La rapidez debe ser algo mortal cuando se pierde el control sobre el hombre y se empieza a dialogar con la bestia imperiosa e ilimitada. Lo eterno enamora a todo el que se va a morir, pero a mí, a mí me desborda en el caos de la pasión por llegar al infinito. Sólo es cuestión de cerrar los ojos y admirar en la oscuridad lo lejano y hermoso del espectro que no se admite, sólo se besa.

Besos…claro. Eso fue lo más apoteósico de una noche poco promisoria. Con semejante trofeo entre las manos de un completo desafortunado, ya puedo recordar el momento exacto en el cual me desconecté de la faz de la tierra, para dormir en mi mundo donde siempre soy el fausto vencedor. Entre mi cuarto trago y el quinto de ella. ¿Cuánto, hermano? No le entiendo. Sírvame un poco más que no tengo penas para olvidar, sólo para adquirir con locura y de contado, por que lo tienen que perseguir a uno a donde vaya. No descansan hasta esposar el alma que se siente soberana, mientras la pobre llave se sumerge en la copa que acaba de ser servida. Pero su figura encantadora únicamente jugaba con el contraste paulatino entre mi embriaguez de cuarto golpe y su sobriedad de quinto, con las luces del lugar como secuaces de tradición.

Debo tener ese teléfono en algún lugar. En ese papelito reposa mi esperanza de escapar, al igual que con el licor, de ese sentimiento de amargura que al final se funde con mi trago para volver un día cualquiera. En este caso hubo besos, pero es preciso conseguir más si quiero marearme con la velocidad de mi huida, cortando la niebla que inunda mi habitación. Viajo y me siento en el parque a recordar. Un cigarrillo, canción de idilio y mi tormenta interior.

Dan ganas de prender la grabadora a ver si me encuentro con Bon Jovi. “Cold is the night without your love”. Esas son las canciones que me llevan hasta la entrada principal de mi colegio, por allá en los 90´s, Para aquellos días, la oficina del Director era vista como el cenotafio de nuestro aprendizaje, llorando en el fondo del corazón ante el temor de una suspensión. Se pierde por completo las ganas de leer con tanta televisión y regaños que convertían las tardes anheladas en un escándalo a la vida. Aún ahora me da pereza tomar un libro. Desearía tener en frente mío, con mirada firme y frívola, al mismísimo Ciorán para mandarlo tragar todas sus palabras que sólo atormentan mi ya consternada existencia. O mejor aún, mandarlo emborracharse con ellas, y finalmente, ver su cabeza estallar de tanta filosofía, como la embriaguez del amor que sólo desemboca en la jaqueca del desengaño. Que se muera la verdad, por su sabor a guayabo.

Se corta el aire entre el humo del cigarrillo y tantos momentos conducidos de paseo, para tener algo que devorar a la hora del almuerzo.

Hace ya tiempo que no me detenía a pensar en mi papá. Ya ni siquiera evoco la sensación extraña que me hizo dejar esa foto suya en mi mesa de noche, como único enlace entre mi pasado y mi presente. Tantas veces me he sentido traidor, tantas traicionado. Pero eso se entiende si lo vemos como una adicción a engañar y a perderse en el rumbo que cautiva por ajeno. Lo más curioso es que la mirada hacia su imagen es guiada por una línea blanca que lo haría compadecerse de su hijo para pasar a odiarlo por dejar la casa tan desordenada como la vida misma.

Militar de profesión, no debe tener ni la más remota idea que su vástago se haya sentado en la cama, con el teléfono en una mano y la desazón en la otra.

Hasta ahora no me había percatado del extraño deseo de llamar. Es como si cada número marcado me indicara que todo está bien, y al otro lado una suave voz me esclareciera todos los acontecimientos que aún intento acomodar a mi beneficio. Pero no lo haré, de eso estoy seguro. Como Heráclito, dejaré que todo fluya entre la morena ágil que no sucumbió al quinto, y el simpático compañero de mesa, perdido lentamente cuando le sirvieron el cuarto.

En otro lugar, en otro momento, nos hemos de encontrar.
Los domingos similares a este me parecen tan encumbrados como el incesante resplandor que golpea el rostro al amanecer, cuando todos deseamos la extinción del sol aunque eso signifique el deceso de la humanidad.
Considero, entonces, irme a descansar. Demasiadas emociones me quitarán el aliento y la tranquilidad por varias jornadas y esperan ser vividas con igual carisma que las noches de comodín. Sólo voy a esperar otro beso con sabor a trago pesimista, jugando a ser la puerta del adiós. Cálidamente sumergirme en los recuerdos indivisibles y las miradas con forma de cazador. Espérame, madrugada, que otra historia me seguirá los pasos por donde vaya hasta que yo descubra mis brazos y la atrape, para encerrarla entre mi cuarto…y el quinto.

“Siempre es peor al día siguiente”
Séneca