jueves, 16 de junio de 2016

El nombre de una mujer me delata

Para los griegos del mundo antiguo la mujer era un regalo tramposo de los dioses; marcada como caballo de Troya bajo el manto de piel divina y sencilla pasión, soportó la suerte de la adversidad, o en cierto juego inverso de la idea, un bien condenatorio. En su Teogonía, Hesíodo llama a la primera mujer kalòn kakòn, “mal hermoso”. Más que nota histórica, prefiero apuntar pequeñas líneas sobre la literatura, que en últimas, es un predio más fértil para cultivar ilusiones que florezcan en redención: el ebrio insalvable se convierte en escritor de culto, el suicida réprobo en maestro de la novela o la mujer violentada en testimonio revelador.
En una visita a la librería Palinuro, Luis Alberto me regaló dos pequeños volúmenes –parte I y II- de la colección Un libro por centavos, de la Universidad Externado de Colombia, respectivamente los números 105 y 106. El título de la pareja remite inmediatamente al poema El amenazado de Borges: Me duele una mujer en todo el cuerpo. Se trata de una antología de mujeres poetas, y al pasar el rato con estas páginas se llega sin posibilidad de renuncia, sin opción de abandonar la lectura o de suspenderla por muchas horas, a cierta orilla de una isla en principio desconocida. Hablo por mí, en una forma de reconocer que leo poca poesía; pero esta labor necesaria de reunir 22 autoras es asegurar un buen inicio, o por lo menos garantiza viaje placentero a ese puerto singular para el pobre en versos.
Hay que leer con calma. Se debe dar pausa como en la música, porque así han definido múltiples conocedores a los buenos poemas. Y si alguno no le gusta o sólo le despierta un sopor entre páginas, aguarde por otro que sí le detone la sensación, porque probablemente sucederá; conmover el alma es una ciencia inexacta.  

Cadenas

Como un niño obstinado
que persiste en salir del laberinto
deambulas noche a noche por mis sueños.
Con el alma encogida yo te sigo
sabiendo que más tarde o más temprano
tú encontrarás la puerta y yo el olvido.

Piedad Bonnett

Casa vacía

Todos los días me deshago de la hierba
que crece dentro de la casa
pero crece de nuevo,
rompe la casa y la deshoja.
A ella entran todo el tiempo
cosas que se hunden en la hierba.
Mi cuerpo es esta casa vacía
a la que también yo entro
pero que no me habita.

Andrea Cote

Cristal

La imagen se repite
como una pesadilla infantil.

El cuerpo de la juventud
reflejado en habitaciones
donde los espejos cubren las paredes
y el miedo se confunde con la inocencia.

Aprendimos el juego del deseo
hasta la vergüenza,
hasta quedarnos sin cuerpo
ni espejo.

Catalina González Restrepo

jueves, 9 de junio de 2016

La Oculta: nostalgias en la lejanía


Puede ser tema frecuente en la literatura el retorno idílico a la figura de la tierra como añoranza del que la busca o tranquilidad del que la posee. Además, no es una línea perteneciente a latitud particular o a temporalidad determinada en el mundo de las letras: toda conquista es expansión del país propio, toda bandera izada simboliza presencia y victoria. Sin embargo, no es tan sencillo explorar el cuerpo como territorio, y probablemente el fenómeno –o la ausencia del mismo- provenga de teorizaciones que complejizan la relación.
Una finca entre el paisaje montañoso de Antioquia es el eslabón imprescindible que une el ser con el pasado copioso en momentos y búsquedas en la más reciente obra de Héctor Abad Faciolince. Para los tres hermanos que construyen la historia de La Oculta, el cuerpo es un símbolo de sus contrastes que se vinculan en la familia, o dicho de otra forma, es la concreción de la realidad: para Pilar el cuerpo es un registro recatado de testimonios personales que justifican o incluso legitiman la fidelidad a un hombre, a sus hijos, a su fe; para Eva, por el contrario, el cuerpo es un estandarte enarbolado de su autonomía, la independencia, la existencia como una yuxtaposición consciente de experiencias; Antonio es el explorador de la línea familiar para encontrar en la huella de colonos y campesinos la idea de aquel lazo con sus hermanas, con La Oculta, con el suroeste antioqueño. Antonio –Toño- es homosexual, músico, vive en un apartamento en Nueva York junto a su novio también artista, y bien sabe que el apellido paterno acaba ahí. Entonces es fácil identificar las tres narraciones como una reivindicación de la memoria, escrita en la relación propia no con un terreno cercado, su lago de aguas oscuras ni sus plantaciones o establos, sus pasillos o cuartos resguardando los despojos de la vejez, sino con el otro como espejo de las rebeliones que cada cual debe consagrar. Por ser Colombia, no es fácil evadir los rasgos más cruentos de la violencia rural, la reflexión íntima sobre un estado ausente, descripciones entrañables del miedo y la esperanza, el sueño del retorno o el ideal de eternizar así sea sólo como imagen abstracta el instante complaciente.
Pero al final todo, el relato y las impresiones que se atesoran en el baúl del tiempo, semejan a la tierra que pasa a la lista de nostalgias desde la lejanía. En La Oculta los muros son filtros contra el pavor del abandono prematuro más en los demás que en esta vida. Precisamente la pérdida de los recuerdos, la inconsciente propensión al olvido, no es más que una suerte liviana del destierro y la despedida.