viernes, 3 de septiembre de 2010

Culpa


Comienzo a acercar mis labios lentamente, disfrutando tanto la lejanía como la proximidad; el contacto inminente. Cierro los ojos, con igual calma, sin sentir la más mínima culpa, aunque deba permanecer escondido.

Entonces, algo en mi interior me arrebata hacia la realidad, y giro para observarla a sólo unos cuantos metros, mirando sin dar crédito a lo que sucede. Aprieta los puños, mientras contiene un grito que no sale pero se advierte en el temblor de sus mejillas, y sus cejas que intentan encontrarse en el gesto amargo de decepción.
Es la segunda vez que me sorprende, pero al parecer, creyó en mis ruegos aquella noche cuando, sentado en una banca del parque, me atrapó en las mismas.
Pero temo, aunque no me sienta culpable. Así soy. Temo mucho las consecuencias. Podría intentar una mentira forzada, una distorsión de los hechos, una justificación improvisada, pero el bloqueo mental obstruye las palabras, y sólo puedo verla mientras se aleja. De nuevo quedamos los dos, pero la interrupción ha vencido el momento. Considerar la magnitud de mis actos es ahora más importante.

“¡Mierda!” me digo. Nada que hacer. Le va a contar a mi mamá que otra vez estoy fumando marihuana.

viernes, 13 de agosto de 2010

Diez minutos o una hora

"Fata viam invenient"
Eneida

¿Cuál es el animal que en la mañana camina en cuatro patas, al mediodía en dos, y al anochecer en tres?
Sólo han pasado diez minutos, pero la espera parece durar una hora completa, como si pudieras ver el minutero desplazándose lentamente hasta llegar de nuevo hasta su punto de partida.

Luego de escuchar mi nombre pronunciado por parte del hombre uniformado, nada más llega hasta mis oídos. Sólo cumple con su trabajo. Y entonces todo se torna gris. Una luz fuerte baña mi rostro, y observo mis propias facciones como en un espejo, mi aspecto tranquilo, el gesto de quien aguarda sin preocupación por el paso de los segundos. Y la imagen que se superpone es la de una mujer con un niño en los brazos. Estoy seguro que la conozco. En mi memoria la busco, convencido de haberla visto antes.

Tararea una vieja melodía de cuna, casi imperceptible. Ella simplemente sonríe mientras, con sus dedos, captura la atención del distraído infante que no deja de llorar. Sin separar sus miradas, consigue la calma, y se alejan hasta perderse en la oscuridad. De nuevo todo gris, y luego de varias palpitaciones de mi corazón, escucho pasos que posiblemente sean del hombre que ha pronunciado mi nombre. Una vez más la luz, y los números en descenso, 12, 11, 10…

Lo segundo que veo es muchacho ruborizado, de cabellos revueltos, con la respiración agitada y el uniforme de un equipo de fútbol, el Medellín, rodando un balón. Narra de manera entrecortada un partido donde, al parecer, él representa al jugador estrella, y arrebata gritos de júbilo a un estadio repleto en su imaginación. Tampoco se percata de mi presencia, y desaparece como la primera mujer. Me gusta el Medellín, aunque ya no recuerde ninguno de sus triunfos o derrotas. Hace frío, mucho frío, pero no tengo nada con qué cubrirme.

A continuación, vuelvo a ver mi rostro, bañado por esa luz blanca que precede la oscuridad, y ante mí surge un joven que habla por su celular, sin ocultar una risita de satisfacción. Tiene ropa deportiva, y en sus manos juguetea con unas llaves. Su caminar acompasado brinda cierta suposición de seguridad. Se detiene, y sin dejar su conversación, me recorre con la mirada en un segundo. Sigue su rumbo, y comienzo a sentir el peso del tiempo.

Sin que me abandone la luz, veo pasar de prisa un hombre de edad, con las facciones algo recogidas, y las manos en los bolsillos. De su boca cuelga un cigarro, y hurgando da con el encendedor. Intenta devolverse, como si algo hubiera olvidado, pero desiste, y continúa con el paso acelerado, como si temiera llegar tarde a su destino.

Por primera vez siento una campanada, y creo que anuncia algo. Ahora, de vuelta a esta incertidumbre que me transmite el gris, dejo de contemplar mi rostro. El anciano esmerando su marcha, bastón empuñado, avanza lentamente como el reloj. Y me parece escuchar así mismo, mis latidos quedándose atrás. Por un segundo pienso que se va a acercar, pero se limita a caminar escudriñando en mi figura algo familiar. En su mirada se advierte el esfuerzo por asociarme a un recuerdo confuso. Me invade un escalofrío que recorre mis piernas, la hora o los diez minutos están por terminar. El desespero, el deseo, todo se funde en el último instante. Y se pierde de mi vista, aunque todo permanece iluminado.

Entonces ella se aproxima mientras dibuja en sus labios una sonrisa cálida. Sin palabra alguna, me abraza, y cuando entrecierro los ojos, me da un beso que dura sólo unos segundos, pero parece eterno. Me toma de la mano, y veo un último reflejo de los dos rostros en el espejo del ascensor, damos la vuelta y la luz comienza a desprenderse de nuestros cuerpos mientras nos alejamos de la portería del edificio.

La espera había terminado.


viernes, 9 de julio de 2010

En Justicia

-:-
El primer silbido llamó la atención de tres señoras que cruzaban la calle, dos caballeros calvos entregados a su charla en la panadería, sólo interrumpidos por los jirones de pan a la boca, y un barrendero que se dio vuelta para observar hacia el pequeño parque; muchas miradas se dirigieron hacia el sujeto de chaqueta oscura, y de pronto, sin más señal que el sonido agudo atravesando el aire, todos comenzaron a silbar.

Entonces, vi su figura dando zancadas por la acera, sus movimientos perdidos y el acelere del escape. La cantidad de autos a gran velocidad le impidieron llegar al otro lado en un primer intento, y fue necesario esperar sin pausar el ritmo, casi a punto de caer por la agitación y la creciente fuerza de un silbido hecho de cien silbidos. Fue cuando muchos corrieron tras él, sin necesidad de ser informados, sin saber por qué lo hacían, pero con pleno conocimiento de la causa. Esas cosas del lenguaje, más cercanas al instinto y la protección.

Me ubiqué en el semáforo de la esquina, siguiendo la ruta señalada por las miradas de quienes no habían ido tras el asaltante. Desde allí se observaba, en el otro extremo que daba con el próximo bloque, a toda la muchedumbre arrojando golpes hacia el bulto magullado, con movimientos feroces y desordenados. Luego lo levantaron, a la vez que un policía arribaba con torpeza, simulando un trote agitado y el arma empuñada. Armonía impuesta por la ley. Lo tomó por la camiseta y balanceó su cuerpo hacia adelante, produciendo una escena semejante a la de un ventrílocuo y su sesión de preguntas. El que antes corría para huir de la atención, los silbidos y la cacería de la turba que crecía cada tres casas, ahora avanzaba con parquedad, resistiéndose a los empujones del agente y de la gente, torciendo el gesto perdido entre hematomas y la hinchazón. Por momentos se dirigía al obeso oficial para dejar salir un par de palabras mal acomodadas en el desespero de su tono, a lo que el otro contestaba acelerando el paso, sin romper la pétrea mirada al frente.

Estaban a sólo unos metros de la estación, cosa que el asaltante, al parecer, no sabía. El problema de no conocer la estepa. Del tumulto, salió una colegiala con uniforme de cuadros color café, y las mejillas rojas por la agitación. Su cara malhumorada indicaba que había sido la agredida, y se ubicó a la siniestra del policía, imitando su tosca expresión. No insultaba como los demás, pero algo quería gritar; quizá, para sentirse un poco la heroína de la congregación.

Asumí el papel de alguien esperando un bus retrasado, mirando con un dejo de impaciencia la hora que marcaba mi celular. Pura payasada. Intentando disimular el interés comadrero para diferenciarme de los que sólo aguardaban la procesión, terminé siendo el más ridículo de los espectadores. Sólo me superó un señor de canas y gafas oscuras, que se apostó en el teléfono público, y nunca insertó la moneda.

Frente a la estación, la gran masa parecía disolverse; se entablaban conversaciones improvisadas entre los desconocidos, y todos adoptaban ahora la posición de jueces racionales, hablando sobre la inseguridad y especulando sobre los hechos y las consecuencias.
De repente, el obeso policía se acercó a uno de los tertulianos, y le tomó del brazo para luego halarlo hacia el pequeño edificio de la autoridad.
-A usted lo vi en la revuelta. Venga pa´dentro que también se tiene que quedar-.
Atónitos, los parroquianos volvieron a su faena del silbido, esta vez en contra de la detención arbitraria.
Estupefacto, el hombre que había propiciado la persecución, y había propinado varios golpes al aprendiz de hampón, sólo se limitó a encoger los hombros, y mirar con sorpresa a la muchedumbre, sin poder siquiera organizar sus palabras en la mente.
-Para eso estamos nosotros, hermano-, concluyó secamente el oficial, mientras lo hacía pasar por la misma puerta que el agresor.

Y afuera, todo quedó desierto.

Imagino a los expertos en delinquir por lo grande, mofándose de una ley que gatea cuando ellos vuelan alto.

Algunos repiten el estribillo con esperanza: “la justicia cojea pero llega”. Otros se confortan al creer en un más allá donde nada quede sin castigo, tormento donde el tiempo no corre. Aparentemente, sólo resta el consuelo de pensar que, a veces, los hijos de la injusticia salen a la calle sin siquiera haber aprendido a caminar.


jueves, 10 de junio de 2010

Semáforo

-:-
Está en rojo y la función debe comenzar.
Una llovizna con vientos fuertes cayó a eso de las tres de la tarde, y se la pasó trabajando en las panaderías del centro, consolándose con el olor que llega casi hasta la otra acera. Pero a Pachito le gusta más la calle, esperar el turno en el semáforo para que las peloticas se apoderen del aire, la atención irrompible y la frente en alto.
A esta hora son muchas las miradas que siguen los movimientos del artista. Su espectáculo tan único se toma la cebra; choferes, motociclistas, los dos policías que siempre se ubican en la esquina aguardando que algún accidente o correría les interrumpa la contemplada de niñas; chicas en marcha incesante, pasando por todas las mesas, e hipnotizando con el contoneo de sus caderas a los agentes del orden.



Es el show de Pachito, y él manda.
Se le olvida que no ha completado la cuota, que tiene hambre, que no sabe lo que es un pantalón nuevo desde el bono jugoso de octubre, que la mamá llevó hasta la casucha. Debía tener la cena lista para las ocho, cuando llegara don Rodrigo del aeropuerto, pero una hora antes estaba preparado el recibimiento. Ésta fue una alegría inesperada para doña Martha, quien no escatimó adjetivos al felicitar semejante esfuerzo. Firmó el cheque con esa cifra tan generosa y la pobre mujer admiró ese número que no había conocido en pago alguno.



La muchacha trigueña se acerca a la venta de minutos. Ayer, luego de la llamada habitual, llegó hasta la esquina un sujeto gordo al volante de una camioneta blanca, inmensa. Ella corrió hasta la puerta del copiloto, le saludó con beso en la mejilla, cruce de miradas y de risitas, y los dos se perdieron al doblar la avenida.
Pero en su rostro se descubre que hoy no está hablando con el gordo, sino con alguien que le despierta cariño; la delata esa sonrisa no tan maliciosa. Por lo menos eso es lo que cree Pachito, sin saber mucho de los trucos amorosos.
Posiblemente no se equivoca. Esta vez es un hombre moreno, delgado, a pie. Se arrima con sigilo por detrás, y trata de asustarla como en un juego, coloca sus manos en la esbelta cintura mientras ella se voltea, reaccionando a la aparición. De nuevo miradas, la risita, y sus labios regalan frases cortas. La rodea con ambos brazos y acercan sus rostros con delicadeza, sin prisa y respirando el aire del otro, el calor del aliento. Cuando se besan, el abrazo parece tomar fuerza, los dedos aprietan la espalda al tiempo que la ropa se traza en pliegues como rastro de garras en la piel.
Sus pasos se pierden bajo la sombra de los árboles que se extienden a lado y lado de la calle, entrelazando sus hojas a varios metros del piso, para formar un arco que semeja manos unidas en el aire.



Desde su automóvil, Juan Carlos observa al niño que arroja tres peloticas hacia arriba, la cara algo sucia y el pantalón desgastado pero la cabeza altiva. No entiende cómo la gente trae hijos al mundo para sufrir, e inmediatamente llega a su memoria el rostro de Cata, la ansiedad al mediodía en el restaurante italiano, la orden de fetuccini con salmón ahumado y la noticia que cambia vidas. Ya sabe que se va a llamar Francisco. El homenaje es para su tío, gran empresario que murió cuando tantos años de licor y banquetes se le vinieron encima, y le cobraron la quietud de la oficina con un infarto fulminante. Pero su herencia le merece la perpetuidad del nombre, o por lo menos, prolongarlo una generación más.

Pasa a verde.



Y Pachito más tarde se irá a su casa, arriba en las colinas que se alejan de este centro tan oscuro como iluminado. Prefiere el laberinto de calles que ascienden hasta perderse en sombras, a los intrincados senderos de la vida, esa maraña de nudos donde la gente acaba metida. En líneas angostas, otros como él juegan día y noche en un show propio y privado, siempre la mirada en las manos y en el aire.
“ley de colores tan extraña esa de abajo”, piensa.
“Para que unos avancen, es necesario que otros se queden. Mientras unos se quedan, otros se la ganan casi jugando”.

viernes, 21 de mayo de 2010

Fidelidad

“…subí y bajé tantas veces del cielo al infierno
Que desgasté las escaleras…”
Caminar de noche, Enriqueta Antolín

Atónitos, sumergidos en la total incertidumbre, transcurrieron en silencio unos pocos segundos.
Un llanto lastimero, sutil al inicio, luego estridente, colmaba el pequeño cuarto.
Él fue el primero en voltearse y comenzar a mirarla tratando de encontrar una respuesta, una palabra acomodada, algo que sirviera como explicación sin serlo. Las lágrimas corrían por sus mejillas uniéndose en el mentón, para caer y empapar la blusa color azul. Se abalanzó hacia su cuerpo que temblaba y la abrazó con fuerza.
-Por confiar, esto le pasa a uno por confiar-, afirmó conteniendo un alarido desesperado.
Ella, reaccionando a su expresión o al momento, tapó su boca con ambas manos y gritó. Sólo un tenue sonido ahogado, cual eco perdido, logró escabullirse entre los dedos y salir como de un filtro.
Pensó en la fidelidad.
Sus ojos estaban vidriosos, resplandecientes, y lo miró. Advirtió en el rostro de Alberto la misma agonía, las lágrimas que ella sentía caer gota por gota en su blusa luego de recorrer sus mejillas.
Al pobre Beto sólo se le ocurrió decir: -Es cuestión de esperar para que la vida nos de otra ocasión. Ahora no vamos a echar culpas y quedarnos en esas-.

No la convenció. Golpeó el cojín del viejo sofá, y su rabia una vez más ascendió hasta su garganta, una vez más el nudo y la imposibilidad de gritar como lo hubiera deseado.
-No, vos sabés que yo creía en esta oportunidad, creía que se podía, pero mirá-.
Se paró y tomó la botella de vino que había puesto una hora antes sobre la mesa. Suspiró hondo. Con su mirada recorrió impotente el cuarto colmado por el llanto lastimero y salió sin decir nada más. Por ahora poco le importaba, y su reacción no era exagerada.
Beto se limitó a enjugar sus lágrimas con la camiseta que tantas veces había apretado con orgullo. Con este resultado, estaban fuera de la final.