miércoles, 25 de mayo de 2011

Asalto de la memoria

Hoy en la mañana me atracaron. Pero prefiero hablar de lo sucedido varias horas más tarde, cuando regresaba a casa: un recuerdo perdido, de esos que la mente se encarga de archivar, volvió para anular la paciente tarea del olvido.

Diez años atrás, sentado en la última banca del bus, mientras observaba a través de la ventanilla el paso arrítmico de las fachadas, noté que alguien al lado me jalaba la manga del buso. Era un niño de camiseta ajada, pantaloneta de fútbol, tenis empantanados, y mugre distribuida por sus brazos y mejillas. Cuando logró mi atención me pidió una moneda. Mi risa salió natural, breve y cortada como expiración tranquila, con una negación que di por entendida. Pero antes de voltear la mirada para de nuevo caer en el trance pacífico de la rutina, sentí la punta del cuchillo posándose con delicadeza en mi estómago, y el músculo bajo la piel se tensionó. La respiración se detuvo. En su cara manchada había coraje, como el que da el hambre, como el que acompaña la venganza, como la furia de querer probar algo a alguien.

Saqué un billete de mi bolsillo y lo entregué mecánicamente, sin mediar negociación, sin ver ya nada al otro lado de la ventanilla, sólo pensando en el dolor de una puñalada y en los minutos posteriores de sangre, de gritos ahogados, de retorcerse como gusano.

Y el niño se bajó inmediatamente del bus. Luego desapareció al doblar la esquina.

Pues bien, pienso que lo de hoy pudo haber sido peor. Una camilla en un hospital inundado de llanto, preguntas desesperadas en los pasillos, y ese color verde claro en las paredes que provoca náuseas. Pudo haber sido mucho peor, pero sólo me quitaron un reproductor de mp3.

Sin embargo me dejaron varias semanas en silencio, contaminado por el ruido de la ciudad que no deja de ser eso: ruido. Además, me tocará aguantar la resistencia de la memoria cuando no hay música para callarla. Esperemos a ver qué colección de recuerdos macabros me tiene preparada para estos días venideros.

lunes, 16 de mayo de 2011

Oficio

Al llegar a la entrada advirtió la presencia del hombre que aguardaba a sólo unos pasos del umbral. La puerta entreabierta dejaba escapar un vaho nauseabundo que aparentemente él no percibía con igual facilidad. Frente a frente, ambos se limitaron a levantar la cabeza con un movimiento seco, simulando un saludo de cordialidad inexistente, una camaradería que no pasaba de un par de ocasiones en las cuales el deber los ponía en la misma situación.

Y entonces, al trabajo. Ella dejó de observar al sujeto aquel que ahora desviaba la mirada hacia una pequeña ventana sin dos celosías, y el marco de aluminio empolvado por la falta de limpieza. Al otro lado, la superficie de ladrillos separados por líneas finas de cemento gris, recibía la poca luz que se permitía el frío atardecer.

Entró en la habitación, y guardó su escarapela, lentamente fue midiendo sus pasos con cautela suficiente para no alterar el espacio. Aunque en realidad consideraba ambos actos sin importancia alguna, era firme su supersticiosa costumbre de meter en el bolsillo la identificación, y no dejar rastro como parte de su labor. A otros les tocaba lo demás. Lo suyo era observar y dar un reporte seco, luego de organizar los detalles para corroborar que nada se escapara en el cometido.

-Ya llegué. Estoy entrando al cuarto- dijo activando el radio comunicador, sin cambiar el volumen de su voz por el olor penetrante que le recordaba los peores momentos de este oficio. Se acercó a la mesa de noche, donde el teléfono descolgado emitía el monótono pitido. Le pareció ver algo semejante a la ceniza del cigarrillo en uno de los costados de la cama, pero notó con desconcierto el cenicero completamente limpio, y el lugar sin una sola colilla como prueba de su hipótesis. En el baño, la bombilla encendida y las gotas de agua en la puerta de vidrio de la ducha, daban pie para suponer que había sido usada recientemente.

En la pared, la mancha de algo parecido al aceite de automóvil, combinada con las sábanas sucias y el sonido de los gritos retumbando en su cabeza, le hizo cerrar los ojos por un par de segundos, y contener una necesidad creciente de vomitar. Cada caso era diferente, pero cómo quisiera acostumbrarse, verlos todos igual, incluso hacer su trabajo con más premura que destreza, con más ritmo aprendido y menos sorpresa. Pero en estas carreras, el sentido se convierte en un extraño umbral entre lo que se permite a la imaginación, los sonidos, los rostros, la brusquedad abriendo la cortina del silencio, y el resultado final, espacio invadido por este olor tan fuerte que se enreda hasta en las telarañas.

La cabeza de la joven, cuyo cuerpo ya no estaba allí, había dejado dibujadas sobre la almohada un millar de líneas, arrugas sobre la tela que antes era blanca, y tres cabellos enredados en los filamentos, como pequeñas raíces. La violencia aún retumbaba en las paredes.

No por directrices de arriba, sino por higiene, no tocaba nada. Avanzaba como un fantasma recorriendo la mansión donde cumplía su eterna condena, con su escarapela y su radio comunicador, al tiempo que abandonaba en el cuarto los rostros, los gritos, los movimientos, la ducha y la necesidad de limpieza de quien habría usado el baño. Las nauseas sólo daban un poco más de prórroga, pero con el siguiente caso, tendría una vez más el imperioso apuro de cerrar los ojos y sentir que todo volvía a comenzar.

Un último vistazo al techo, y descubrió que no había mancha alguna. Ya tenía lista su conclusión, pero del otro lado sólo esperaban una respuesta, una orden simple. Encendió el aparato que sostenía en su mano y dirigiéndose con paso firme hacia la puerta entreabierta afirmó: -que venga la niña del oficio. Puede salir la pareja de la habitación 114-.

viernes, 6 de mayo de 2011

Llaves

Con mi chaqueta puesta lo mataron. Bueno, no sé si lo mataron, pero cinco tiros alcancé a escuchar antes de desaparecer corriendo. Como todos, claro, como todos, porque nadie se queda a ver como acaban de matar a un amigo. Estoy cerca de la casa; una cuadra más, y en la pieza me voy a sentir aliviado.

Marica, pero mataron a Rodrigo, y con mi chaqueta puesta.
¿Será que me estaban buscando a mí?
No, imposible. El parrillero de la moto se bajó, nos miró las caras, y se detuvo en el pobre que estaba todavía riéndose de un comercial de carros. Fue el último en ver la sombra que se acercaba, el último en quedar pasmado. El metal brilló con el fulgor de las lámparas del parque, y los destellos que salieron del tambor nos pusieron a emprender carrera. Como en una competencia, algo así, como el disparo de salida. Como atletas que intentan salvar su vida.

Cinco tiros, carajo, eso es mucho plomo. Estoy escuchando una moto, va lento, va buscando, con el olfato de los ocupantes en su mejor momento. El sudor, buscan el sonido de un corazón palpitando fuerte por la huida y el apure. Las llaves, las llaves, que ya llegué, apenas entre apago todo y me quedo quieto en la sala, que no sepan por dónde me escapé. Fueron por mí, vienen por mí; mis llaves ¿dónde las dejé? Tengo que entrar ya…

La moto está volteando la esquina, y los dos ocupantes me acaban de ubicar con la mirada. Claro, se voló el que era, y mataron al equivocado, al pobre Rodri que se quedó con mi chaqueta, y las llaves guardadas en uno de los bolsillos…