Nerön Navarrete
Situado al sur
de un país donde las guerras estancadas en el tiempo abandonaron ejércitos que
caminan sin rumbo ni causa está Birki, un pueblo pequeño con casas coloridas y
calles estrechas. Es de esperar que no aparezca en los mapas actuales, y su
presencia en las clases de geografía no haga falta. Basta saber que todavía
existe en el país con pueblos minúsculos. Tiene, claro, épocas de abundancia y
de festividades, que los mismos habitantes buscan de cualquier forma extender
hasta relacionarlas sólo con separaciones imprecisas de una o dos semanas.
El tren que
conecta Birki con Grosni, su semejante más allá de las estribaciones empinadas
de la gran montaña Sutraich, se demora aproximadamente media hora de estación a
estación; y vea entonces lo curioso de Birki: nada es preciso. Lo que en otros
lugares aplica como regla y dogma, la puntualidad por lo menos en las funciones
del estado o en las tareas de la ingeniería moderna, es en Birki algo
inexistente, casi desconocido, es decir, ni siquiera desconocido en absoluto
para continuar en las imprecisiones. El “casi” es paradójicamente lo totalmente
ubicuo en la vida diurna y nocturna de Birki. Ese “casi” de los diez minutos
después de la hora pactada, o los veinte centímetros que faltaron para la línea
de meta. Pero casos de otras puntadas dominan a Birki.
Los alumnos de
los colegios, en aras de clarificar un poco la idea, no cursan los años que ha
determinado el Ministerio de Asuntos Educativos del pequeño país: a veces sólo alcanzan
a terminar la primaria, o a veces consumen los últimos minutos de su vida, el
cabello canoso y el rostro surcado de arrugas, con los ojos al paso de
renglones entre libros, dormitando en los amplios salones de la única
universidad de Birki. Los primeros casi no estudian, y los segundos casi no
viven.
Aunque la
constitución de la patria dicta bajo severa advertencia de cárcel que todo
mandatario puede durar sólo un periodo en el poder, el señor Biref, anciano con
23 hijos de 23 mujeres diferentes, y perteneciente a una familia de mercaderes
de vinos costosos y exóticos, no ha dejado el banco de la alcaldía mayor desde
su primer triunfo en las urnas hace ya nueve décadas. Mejor dicho casi un
siglo. Valga aclarar otro ingrediente de particular matiz: dicha alcaldía tiene
tres cuartos y ningún baño, una pequeña cocineta pero ningún comedor, un
teléfono pero ninguna línea telefónica. Es casi una alcaldía.
Los domingos,
un grupo de mujeres de delantal níveo y redes que cubren su cabello recogido
instalan mesas enormes de caballete bajo el cielo del atardecer, frente a la
única iglesia de Birki. Supongo que puede ser la única del país sin campanario.
Sobre las mesas se disponen bolsas de papel colmadas de frituras con forma de
media luna, de masa suave y amarillenta hecha con maíz, rellenas de papa cocida
cubierta de cebolla y otros sabores; es un “pasa bocas” tradicional de Birki, o
eso sería, si no hubiera llegado proveniente de otro poblado del norte. El caso
es que nunca, en las bolsas, hay una cantidad exacta del exquisito manjar, y la
ansiedad que genera el número secreto abre más el apetito; tradición a fin de
cuentas.
¿Clima? Invierno
es realmente una sucesión de varias semanas de lluvia copiosa que inunda con
pequeños charcos las calles pavimentadas; En estos pozos diminutos pero
abundantes el reflejo del sol se fragmenta en mil destellos. El otoño que
arrebata las hojas de los árboles para dejar desnudos su tronco y ramas color
tierra, forma un óleo único con las camelias amarillas y los jacintos azules
que crecen en los jardines de Birki. Es decir, tienen su propia versión de las
estaciones acomodada a la sutil belleza del pueblo.
Mes y medio
entre la gente de Birki, y ya me siento casi parte de su historia y cotidianos
menesteres. Hace tres años el gobierno nacional le otorgó el título de segundo
pueblo más feliz según un estudio riguroso, con el fin de fomentar el turismo; casi
ganamos. Motivo de más para incluir otra fiesta en el calendario de celebraciones.