domingo, 10 de mayo de 2015

Como cocinar

Voy a dar un consejo al que quiere escribir, pero debo comenzar obligatoriamente con una aclaración: lo suelto como lector, porque yo no escribo. A veces, sin periodicidad ni plazos simétricos saco notas, observo un par de situaciones y me las imagino entre frases y puntuaciones, me invento otro montón, trato de pegarlas con descripciones escuetas, se cuelan en los intersticios algunos pensamientos e ideas con poca afinación, y en fin, es el círculo de mi hábito. Nada de falsa modestia, me tiro duro porque me conozco. Leo, sí, con más dedicación, y me he topado con verdaderas piedras preciosas que fecundan imágenes nítidas, precisas, elaboradas con tal filigrana, con esa madurez literaria tornada en invitación contundente a seguir leyendo. Pienso de brochazo en lo reciente, El hombre que no fue jueves de Esteban Constaín, o Lo que todavía no sabes del pez hielo de Efraim Medina Reyes. Por eso, lo que voy a manifestar es más lo que me gusta encontrar cuando leo. Pongo un ejemplo sencillo: le puedo recomendar al chef que no le eche tanta sal al arroz porque me arrugó la sazón al primer bocado, y no necesito ser cocinero para que tenga lugar la apreciación; pero no me veo señalándole yerro en el tiempo de cocción de la carne, la dosis de especias, exceso de ingredientes en la salsa, o una mala elección de condimento.

Bueno, cuando desee acomodar una descripción que atrape, vívida, procure ver su escrito como el discurso elaborado por un hombre que sube a cualquier bus para vender un lapicero, con ojos de descubrimiento, con ánimo de convencer, con el poder innato de permitir al espectador un nuevo mundo escondido en algo que todos los días toma en su mano. Hoy lo presencié, y la cosa fue más o menos así:

Damas y caballeros, reciban un saludo cordial, mi intención no es molestarlos y simplemente voy a quitarles unos pocos minutos de su agradable tiempo. En la tarde de hoy vengo a ofrecerles un producto de oficina, de escuela, de hogar, necesario y de suma utilidad. Se trata de un esfero retráctil –prueba el mecanismo sosteniendo el lapicero en alto, abanicando para que sea visible el ejercicio desde ambas hileras de la silletería-, con gancho de seguridad que permite fijarlo en el borde de su bolsillo, o sostenerlo incluso en la solapa del saco, y así evitar su pérdida. Viene con una mina de calidad de tinta negra que garantiza más de un año de uso, totalmente cambiable, y el repuesto puede ser adquirido en cualquier papelería de la ciudad. Escribe sobre casi cualquier superficie gracias a su punta dinámica. Lo traigo en gran variedad de colores para el gusto de todos, y sólo por hoy, sólo por hoy, escuchen con atención, queda a un precio de promoción, gracias a esta campaña que estamos llevando a cabo en los vehículos de transporte público.

Magistral. Considérese a sí mismo un cocinero, algo así como el encargado de unir ingredientes que la vida pone sobre la mesa de la imaginación, para que aparezca ante los ojos maravillados de su comensal una variedad exclusiva de platos suculentos, exóticos sin caer en lo vulgar, exactos en las medidas, precisos en los sabores.





jueves, 23 de abril de 2015

Tres gracias

La primera del grupo empuja la puerta de vidrio opaco y espera a que las otras dos entren tras ella al vestíbulo. Sin intrigas, la mirada hacia el frente, toda seguridad asolando sobre esas piernas firmes, tonificadas. Llegan hasta el mostrador y al otro lado un muchacho las ve por encima de la revista que sostiene a pocos centímetros de la nariz, sube una ceja, y recorre en un vistazo sosegado los rostros inescrutables, fríos, de las tres colegialas. Luego se deleita al reconocer bajo las camisas blancas del uniforme los tres pares de pezones que sobresalen y parecen observarlo. El aire acondicionado, el bendito aire acondicionado dos veces más bendito: espanta este calor inclemente y regala una imagen tan nutrida, el espectáculo puntual de esos pezones que se asoman con ternura y provocan la sed libidinosa del galán. La del centro arroja un manojo de billetes bien ordenados sobre la barra de mármol negro de Marquina, y pide una habitación sólo por un par de horas, o como se dice en cualquier motel, ocasional. El joven abre un cajón bajo el mostrador sin quitar la mirada de los pechos redondos, saca una llave y se la entrega sin reparo alguno, perdido en la nube lasciva de su deseo. Las tres colegialas suben al segundo piso, y ya en la habitación, sentadas sobre la cama doble, se desnudan casi mecánicamente pero no por completo, primero los botones de la camisa blanca, impecable, luego el cierre de la falda y los zapatos lustrados; se dejan las medias que cubren casi hasta las rodillas. Se dejan la ropa interior negra de encaje, se ordenan el cabello suelto que en todas baja casi hasta las nalgas igual de redondas como los pechos, y comienzan los besos sencillos, cortos pero con calma, con tranquilidad. Una de ellas graba con su teléfono y se pega un mordisco suave en el labio; deja escapar el gemido sutil de las ganas, siente la humedad bajo la braga, y el calor aumenta cuando las dos que juegan al preámbulo del sexo se desnudan a cabalidad. Se intercalan para grabar, y luego para el placer, para el místico encuentro que queda registrado porque pagan bien los clientes, y piden colegialas así no estudien, así no vayan a ningún colegio, pero que aparenten esa maldad tierna que ofrece el uniforme como una metáfora de la pulcritud y lo prohibido. Esta secuencia no tiene escena mala, no hay recuadro sin carga explosiva de sensualidad, la detonación que genera el paso de la lengua por los pezones firmes, duros, por la entrepierna, por la humedad inocente y tibia, el roce de los labios sobre los labios, de la yema de los dedos acariciando con precisa calma la espalda, las mejillas, los muslos y la piel erizada.
El que viera luego el video lo compararía sin mucha vacilación con poesía, con literatura que encoña. Es Lolita de Navokob, es algo de Sade, son versos con agonía en Las flores del mal de Baudelaire. La que sostiene el teléfono camina lentamente bordeando la cama para cambiar el ángulo de la toma, y se acerca a la parte posterior de la cabeza sumergida en la entrepierna, devorando los nervios en ese vaivén constante de la lengua y todo, casi hasta el ombligo, mojado. La que reposa boca arriba arruga la sábana con una mano mientras con la otra se pellizca los pezones usando únicamente el índice y el pulgar. La cámara enfoca los ojos entrecerrados, luego desciende por el valle que separa los pechos, llega al ombligo bañado en saliva y sudor, y se aleja después del sexo, del otro rostro inmerso. Es una profanación amorosa al Eclesiastés. Esto es arte, se han de repetir en soledad y en compañía, y cada líquido es pintura tibia, es el matiz del placer y el éxtasis. Es el óleo Las tres Gracias de Rubens donde las Cárites griegas tocan sus cuerpos desnudos, repasan sus curvas. Esto es arte, no erótico sino encoñador, lo podemos decir sin vacilación.
        Todo termina en un par de horas. Pasan frente al mostrador de mármol, gracias le dicen en coro al encargado, ponen la llave cromada sobre la barra, y salen del motel luego de empujar la pesada puerta de vidrio. El sol del mediodía dibuja líneas de luz en el cabello suelto, largo, de las tres colegialas.



Portada de la edición número 7 de Universo Centro. Fotografía de Juan Fernando Ospina

lunes, 20 de abril de 2015

Pobres infelices


Cuando sale del edificio de apartamentos Pedro siempre toma el bus para ir a la oficina en el paradero que queda justo al cruzar la calle, antes de que el reloj de pulsera marque las seis de la mañana. Madruga como muchos pero trasnocha como la mayoría, acostumbrado a sus cálculos sin fórmulas grandilocuentes, porque en la ciudad de Pedro los pobres madrugan demasiado y duermen unas cuantas horas. Pero el servicio de transporte es pésimo, el bus pasa repleto de gente y no abre sus puertas, el siguiente repite la estampa y ya en el tercero reina la mezcla gris de impuntualidad y resignación en las caras alargadas de todos los pasajeros, que probablemente se aparezcan tarde ante la figura rígida del jefe. Pedro sube, saca un nudo de monedas y billetes del bolsillo del pantalón, se aferra al tubo de aluminio que atraviesa el interior del carro, y se tambalea al ritmo del viaje y los cuerpos aún sin despertar por completo.
     Hoy llegó temprano a su destino. Diez minutos para sentarse, mirar absorto la pantalla apagada del computador, repasar deberes antes de que el reloj de pared marque las siete como golpe para restallar la partida, pensar en el almuerzo, en la cena, cruzar los brazos, esperar; mejor dicho, esperar a que empiece el día porque lo demás es relleno entre jornadas de labor. El relleno, esas horas de mañana y noche, se van en lo necesariamente preciso para poder sostener las nueve horas de trabajo, que sostienen a su vez los ratos de cama, de televisión, de paciencia en el paradero y en el bus, o el tiempo exacto de desayuno para seguir vivo, para que sigan vivas esas nueve rondas diarias en el aparatejo colgado del clavo chueco donde encarcelaron sus ganas.
    Pero Pedro es feliz porque sus preocupaciones no quitan el sueño y son en escala pequeñas; o por lo menos es su consideración. La felicidad es una forma elegante de catalogar el conformismo dado que los cambios son angustias, así vengan para bien. Hace poco sintonizó un programa donde dos hombres entrados en años, elegantes, de saco y corbata con un diminuto escudo de armas en la solapa discutían sobre salud, o mejor, el sistema nacional que se encarga de que la gente siga saludable o por lo menos respirando. Eso está muy bien para ellos, pobres infelices, concluyó al apagar el televisor. Los problemas de hospitales son como la muerte, una cosa individual, un reclamo en la fila por excesiva incompetencia y falta de humanidad, al que le toca le toca pero ni antes ni después; tanto alegato atenta contra la alegría, hiperboliza minúsculas fallas, y ahí radica en últimas la calma espiritual de Pedro. Le intranquiliza de vez en cuando la deuda en el banco, pero no la crisis; la gripa y la congestión que adormece los huesos de las extremidades, pero no ese bendito cuento de los dos políticos tan repetitivo, tan constante, tan vacío, un “cáncer de patria” como lo llaman los muy psicóticos; le invade el desespero y la rabia infructuosa con el bus de la madrugada pero la movilidad es asunto del encargado; tiempo atrás consiguió título profesional en alguna universidad de la ciudad y luego de abandonar el auditorio de los grados la educación se volvió tema cerrado. 
     Se refugia de la lluvia al salir del trabajo bajo la carpa templada de una panadería. Siente el olor a pan recién horneado, a bocadillo de guayaba derretido, hojaldre y queso, galletas con azúcar espolvoreada. Imagina mientras caen las gotas pero no lo alcanzan, que está sentado a la mesa partiendo con un cuchillo de dientes filosos la masa suave del pan fresco de la tarde; sirve vino tinto al antojo de la moderación. Respira profundo, llena sus pulmones y entrecierra los ojos para después acariciar el mantel, la firme dureza de la madera bajo la tela áspera, el resplandor de la llama que consume la vela y la luz oscilando sobre la trama de cuadros. El bus se detiene frente a la panadería y la ilusión se disuelve con el aire impregnado del aroma caliente. Al interior del vehículo sólo alcanza a reconocer las siluetas de cuerpos tambaleantes, los restos vivientes de personas que aún no han despertado por completo. Pero no duermen, en verdad no duermen. 



Ilustración del hipnótico Pascal Campion