miércoles, 10 de abril de 2019

Soledad Acosta de Samper

No mencionemos los nombres de su madre, su padre o su esposo. No nos refiramos con sorna sutil a sus valores coloniales, o a su catolicismo proverbial y conductista. Digamos, mejor, que fue Soledad Acosta de Samper, mujer nacida en Colombia en 1833 (sólo tres años después de la disolución de la Gran Colombia, y en plena presidencia de Santander); que viajó, y del mundo hizo su caleidoscopio de consideraciones; escribió una pila asombrosa de novelas, tratados de historia, artículos de prensa y una que otra obra de teatro. Como directora de la primera revista femenina del país –1880–, La mujer: lecturas para la familia, afirmó: «La mujer será un órgano dedicado al bello sexo, y al bien y servicio de él bajo todos los aspectos. No las diremos que son bellas y fragantes flores, nacidas y creadas tan sólo para adornar el jardín de la existencia; sino que les probaremos que Dios las ha puesto en el mundo para auxiliar a sus compañeros de peregrinación en el escabroso camino de la vida, y ayudarles a cargar la grande y pesada cruz del sufrimiento». 


sábado, 19 de mayo de 2018

Lucha de clases


Ilustración de Verónica Velásquez. Cuento publicado originalmente en Universo Centro nro. 96. Mayo de 2018.


El poder no se posee, se ejerce: afirmación que ha dado tela para infinidad de debates en la sastrería de la universidad. Y nada representa mejor su alcance que el rasero bondadoso o tiránico de la nota en clase. Del cero al cinco los profesores tienen en sus manos la regla que mide parciales, exposiciones, talleres y finales; o ponen a ganar al estudiante o lo ponen a perder, ya sea con sabiduría y mesura o con hiel rencorosa y lascivia. Pero es una autoridad que no dura para siempre: lo que pasa en el salón tiempo después se vuelve anécdota, recuerdo maluco, chistes para el reencuentro de egresados o amistades de tinto entre el alumno agradecido y el maestro orgulloso.

Jairo Montaño es un profesor de planta que conoce el juego y lo domina con pericia. Desde el primer día de clase hace un recorrido atento y cauteloso para identificar a la inocente que en unos cuantos meses va a estar rogándole para que la pase. Los hombres, qué carajo, ojalá peguen bien un par de frases con alguna cita sacada a empellones de los documentos que les pone a leer, y listo. Su materia se llama Teoría sociológica I, algo así como un curso de iniciación para encender el motor de la carrera.

Esa mañana Mario, Paulina y yo estábamos en la cafetería, a sólo dos mesas del drama: una muchacha que no llegaba a los veinte años le suplicaba al borde de las lágrimas, unía sus manos, luego miraba de nuevo las notas del semestre y la evaluación del final llena de tachones de lapicero rojo. Montaño era una estatua de indiferencia. Calvita arriba y cola menuda atrás, mentón amplio, ojos pequeños y nariz afilada, tenía la atención perdida en las mangas de la universidad, y sólo movía la cabeza en una negación mecánica. La espesura de un bozo gris ocultaba la sonrisa de victoria: ya había reducido a la víctima.

Nosotros tres sólo intentamos escuchar por curiosidad, pero más tarde, en un bar cerca a la universidad, comentamos el tema con calma y lenguaje de pola. Mario y yo vimos ese curso hace ya mucho tiempo, y ahora andábamos en la práctica. A Paulina le tocó verlo cuando llegaba a los treinta años; técnicamente otro hombre a los ojos de Montaño. Pero ella, como adulta en pregrado, sirvió de paño de lágrimas para varias jovencitas que al final, entre la frustración y el asco por las insinuaciones del profesor, repitieron la materia en otra universidad gracias a un programa de pasantía. La tabla de salvación no redimía la mancha en la hoja de vida académica, pero les evitaba llegar a extremos para pasar raspadas. “Cuándo será que echan a ese hijueputa”, comentó Mario. “Qué pesar de esas peladas, les digo pues. Y en esa facultad no hacen nada”, respondió Paulina. A ella la indignación se le escuchaba más sincera. Por esos días yo trabajaba en un proyecto con la Alcaldía y tenía cierta cercanía a muchachos no muy reputados de un barrio popular que me guardaban estima y respeto por dos razones: estar en la universidad y dirigir unos talleres de pintura que dábamos los sábados en la sede comunal. Con uno de ellos, especialmente, había tejido una suerte de camaradería y confianza. Saqué un cigarrillo, lo prendí, fruncí el entrecejo para darle seriedad a mi próxima frase, y luego de inclinarme un poco como quien va a soltar un secreto peligroso, les dije: “lo mejor es pegarle un susto a ese man”.

***

Pepino nunca fue pillo, pero se reunía después del mediodía con los muchachos en la esquina a fumarse un porrito y a esperar la noche para volver a la casa. Veinticinco años. Cuando terminábamos el taller casi siempre le pedía que nos quedáramos otro rato en una tienda tomando gaseosa. Era todo un personaje: sin caer en nada ilegal más allá de la traba, odiaba a los “tombos por sapos”, compartía la pinta y las palabras de su combo, y de vez en cuando se ponía reflexivo. Con corte de pelo estilo militar, su cabeza alargada casi hasta la caricatura permitía entender el apodo; dos ojos enromes y saltones estaban separados por una nariz fina. De su oreja izquierda colgaba siempre una pequeña candonga de plata. Propuestas de manejar plaza o cuidar cuadras le llegaban cada semana, pero Pepino siempre estuvo al margen no por cobardía sino por el deseo no resuelto de estudiar. Conversábamos sobre las ideas revolucionarias de Camilo Torres y su entrada al ELN a mediados de los sesenta, la diferencia entre liberales y conservadores o el nacimiento de la Constitución del 91, y Pepino mostraba inquietud, un joven entendiendo poco a poco el funcionamiento mezquino de la nación, la cabeza que movía la falange de su barrio. “Tengo que meterle un susto a alguien”, le solté casi sonriendo, sin asomo de inseguridad. Ese sábado ya lo tenía inspirado con cuentos sobre la lucha obrera y el voto femenino. “¿Y qué fue lo que hizo pues?”, preguntó; ahí me llegó cierto aire de tranquilidad. Venía preparado para una negativa inmediata. “Es un profesor de la universidad que maneja las calificaciones para caerles a las peladas”. Luego de escuchar el asunto completo le quedó claro que Montaño era un depravado. Y aceptó. El plan en esencia era muy simple: yo tenía la dirección de Montaño; él salía los viernes de clase de seis de la tarde y siempre se tomaba los aguardientes en una taberna de salsa cerca de la universidad. Luego caminaba hasta la casa, un trayecto de cuatro cuadras. Desde mi moto, al lado de una cabina de teléfono, yo iba a estar de campana en una esquina hasta que llegara. Pepino en una tienda esperaba la señal, una llamada perdida. Y ahí salía en su moto, lo abordaba, fingía portar un arma, se mandaba la mano a la cacha bajo la camisa –la billetera, para ser francos–, y en cuestión de segundos lo dejaba congelado luego de una amenaza simple, más o menos algo como “si te volvés a meter con alguna pelada de la universidad te morís, maricón. Quedás advertido”. Todo muy rápido, sin violencia pero con determinación.

Íbamos bien, hasta que Pepino disparó la amenaza. A buena distancia observé atento, preso de ansiedad ante una escena que probablemente disfrutarían las víctimas indefensas de los deseos carnales de Montaño. Viejo pervertido. Ojalá hubiera tenido una cámara para regar el video, ojalá hubiera podido hacer zoom a sus pantalones y capturar para la posteridad la manchita de orín bajando hasta las rodillas. Pero en nuestro plan no consideramos que Montaño, con los guaritos encima, no copiaba de miedo. Más que susto, despertamos su valor de maestro borrachín. Un derechazo preciso a la mandíbula y el pobre Pepino cayó al pavimento. El cuerpo metálico de la moto descansó su peso sobre las piernas y lo atrapó contra el suelo entre quejidos y alboroto. De la otra esquina apareció otra moto más enorme, gruñendo como perro guardián, verde e imponente: los policías, los tombos. “Este hijueputa me iba a atracar”, gritó Montaño. Ni siquiera le quedó claro el mandado. Pepino no lograba liberarse y se retorcía en el piso. Un policía calmaba al inocente profesor de universidad mientras el otro llamaba por radioteléfono a la patrulla para levantar al ladrón y llevarlo a la estación. Desde un rincón asistí a mi propio asombro y pavor. Me refugié en la cabina telefónica y pasé desapercibido hasta que todo concluyó. Fue una hora tan larga como la noche entera.

***

Escribo esto desde una mesa en la cafetería de la Facultad. Han pasado dos meses. De Pepino puedo decir que sólo sufrió el tratamiento reglamentario: diez horas de calabozo por intento de robo a mano desarmada y una anotación sencilla. Según averiguaciones de Paulina, ahora Montaño relata en cada clase la historia heroica en la que se salvó, por su arrojo y precisión al conectar golpes, de un robo inevitable. “Si la ciudad está muy insegura”, predica, “es necesario que ustedes venzan el miedo”. Da detalles, se sienta sobre el escritorio, se recoge las mangas de la camisa como conferencista diestro y describe a Pepino como un Goliat derrotado por la determinación. Ahora está conversando alegremente con dos muchachas que lo invitaron a tinto con tal de que les vuelva a contar el milagro. Ya no oculta la sonrisa victoriosa bajo el bigote espeso. Los veo desde mi mesa y finjo no prestar atención a la comedia.

miércoles, 17 de enero de 2018

Otras voces, otros ámbitos

La madurez es una pregunta que cuestiona las lecciones previstas por el tiempo. Es decir, ¿en qué punto alcanza su estado más evidente?, o en cambio, ¿se puede volver de su plena condición y desarrollo, como si tuviéramos la capacidad de rechazarla luego de estar inmersos en ella? Y algo más irreal: ¿cuál es en  verdad su lado opuesto?
Acabo de leer Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote: una historia tan conmovedora y lúcida, tan estupenda e íntima; imágenes de Norteamérica que valen para la memoria. Capote construye esta primera novela (1948) a los 23 años; probablemente aquí se perfilaron el hombre y el nombre que luego traerían El arpa de hierba (1951) y Desayuno en Tiffany´s (1958).
Hijo de Nueva Orleans pero criado en granjas del sur estadounidense, Capote logra proyecciones literarias heredadas de los paisajes que se le entregaban durante el día en juegos de luces y colores, por encima de la joroba dentada de la línea de árboles y el curso acuático de la tarde en el campo. Pero también, las revelaciones de la pasión humana que vemos en personajes agobiados por cargas de los amores y los odios ya lejanos, aún con sueños mínimos para redimirse del pasado. Se desdobla en los libros el autor inquieto.
Joel Knox, de trece años, emprende su viaje luego de recibir una carta de su padre, quien los abandonó a él y a su madre cuando el muchacho sólo tenía un año de vida. Con él recorremos no sólo los caminos para llegar a un nuevo hogar, sino los descubrimientos que le aguardan: encontrar un mundo rural reducido, sólo habitado por un puñado de gente, pero enorme en las características diversas de cada morador. Las palabras se convierten en una galería: toda frase es pincelazo deliberado y al final nos queda la imagen, el cuadro completo. «Durante algún tiempo el pájaro de la lluvia había chillado su fresca promesa desde su guarida de bayas de saúco, y el sol estaba encerrado en una tumba de nubes, nubes tropicales que avanzaban por el bajo cielo amontonándose hasta formar una gigantesca montaña gris».
La madurez de Joel Knox, visible en sus recuerdos de lugar, las relaciones familiares y fraternales, las despedidas inevitables, y la posibilidad de ver al frente para que la vida continúe, es un indicio de la madurez de Capote: «se volvió a mirar al estéril azul evanescente y contempló al chiquillo que había dejado atrás». Pero el lector también recibe una dosis de esa misma madurez, es decir, se entristece con los sucesos crueles, se alegra con las ilusión, por ejemplo, de conocer la nieve, y al cierre toma como algo natural el adiós prudente: volver los ojos a un buen libro, y a los pasos que nos trajeron a esta tímida calma, a esta reconfortante incertidumbre. 


lunes, 9 de octubre de 2017

Ratas

En este barrio no volvieron a ocurrir cuentos. El último fue acontecimiento del invierno y luego nos cayó un verano de historias. Algo así, más o menos. Bajo la calle pavimentada, y con toneladas de piedra como sepultura, corre, según cantaba mi abuela, una quebrada de aguas negras y espesas. «La mugre, mijo, caca acumulada por años». Aquel lunes de noviembre el cielo pasó de mañana soleada a una invasión, primero lenta y luego más veloz, de nubes oscuras; los destellos de relámpago crispado iluminaban por instantes las sombras atronadoras. Y como si el anuncio fuera para la corriente de la cañada, el suelo comenzó a temblar no de miedo sino de cólera. El torrente negro inflamó con furia esa arteria subterránea. Entonces se largó a llover. Las gotas pesadas soltaron el repiqueteo polvoriento sobre el pavimento, primero dando espacio entre golpe y golpe, luego con el ruido constante de la lluvia que viene de arriba con prisa. Fue cuando surgió por entre las rendijas de las alcantarillas del barrio una cantidad de brazos de agua estallando y elevándose sobre el suelo un par de metros. «Se reventó la quebrada», gritó mi abuela desde su sillón de cuero en medio de la sala, tirando a un lado el tejido de lana que ya casi terminaba. Por la ventana nos asomamos como quien admira el paisaje desde el interior del tren en marcha, y vimos la cantidad de ratas que el agua sacaba de las entrañas de la cuadra y paseaba por las aceras encharcadas. Las que lograban aferrarse a algún pedazo de calle libre de la inundación paraban a escampar el pelaje bajo el aguacero, pero el grupo grande fue a dar a una manga donde se formaba la multitud de ratas desorientadas. «Cosa seria la cañada», concluyó mi abuela, volvió al sillón, y sus dedos retomaron el tejido puntada tras puntada: una bufanda verde con figuras bien definidas de elefantes grisáceos. Las manos acompañaron el compás de gotas gruesas que chocaban contra el techo de tejas, la armonía de lluvia persistente sobre nuestra casa en medio del barrio.

sábado, 5 de agosto de 2017

Un hombre tremendo

Este texto fue originalmente publicado en la cuenta de twitter de Marc Haynes, y la traducción en la revista El Malpensante, edición 187.

***

En 1983, cuando todavía no había salas de primera clase, yo tenía siete años y estaba con mi abuelo en el aeropuerto de Niza. De repente, vimos a Roger Moore sentado en la sala de espera, leyendo un periódico. Le dije a mi abuelo que acababa de ver a James Bond y le pregunté si podíamos ir a pedirle un autógrafo. Mi abuelo no tenía ni idea de quiénes eran James Bond o Roger Moore, de modo que nos acercamos y el abuelo me puso enfrente diciendo:
–Mi nieto dice que usted es famoso. ¿Puede firmarle esto?
Amabilísimo, como cabía esperarlo, Roger preguntó mi nombre y acto seguido escribió una nota llena de enhorabuenas y su firma en el reverso de mi tiquete de avión. No cabía en mí de la felicidad, pero al volver a mi asiento, eché un vistazo a la firma. Pese a que era difícil de descifrar, definitivamente no decía “James Bond”. El abuelo la examinó y medio sacó en claro que decía: “Roger Moore”. Como no tenía ni la menor idea de quién era esa persona, quedé abatido. Le dije al abuelo que la firma estaba mal, que había puesto el nombre de otra persona; de modo que el abuelo regresó a donde Roger Moore, sosteniendo el tiquete que había acabado de firmar.
Recuerdo que me quedé en el asiento mientras el abuelo decía:
–Él asegura que usted ha firmado con el nombre equivocado. Que se llama James Bond.
Moore frunció el ceño al caer en la cuenta de su error y me hizo señas de que fuera a su lado. Cuando ya estaba muy cerca de él, se inclinó hacia mí, miró a ambos lados, alzó la ceja y me susurró:
–Tengo que firmar como “Roger Moore” porque, de otro modo... Blofeld podría enterarse de que he estado aquí.
Me pidió que no le contara a nadie que acababa de ver a James Bond y me agradeció por guardarle el secreto. Volví a mi asiento, con los nervios reventando de felicidad. El abuelo me preguntó si había firmado “James Bond”.
–No –le dije–, el error era mío.
Había empezado a trabajar con el Agente 007.
Muchos, muchos años más tarde, yo trabajaba de guionista en una grabación que involucraba a Unicef, y Roger Moore estaba dando un testimonio ante la cámara a título de embajador. Era todo amabilidades y, mientras los camarógrafos organizaban la filmación, le conté de pasada sobre aquella vez en que me lo había encontrado en el aeropuerto de Niza. Se puso feliz al oírlo y riendo entre dientes dijo:
–Bien, no me acuerdo, pero me alegro de que hayas conocido a James Bond.
Fue estupendo.
Un poco después tuvo un gesto brillante. Terminada la filmación, camino a su carro se cruzó conmigo en el corredor y, apenas estuvo a mi altura, miró a ambos lados, alzó la ceja y me susurró:
–Claro que me acuerdo de nuestro encuentro en Niza. Pero no dije nada hace un rato a causa de todos esos camarógrafos; cualquiera de ellos podría estar en la nómina de Blofeld.
Me sedujo a los treinta años como me había seducido a los siete. ¡Qué hombre! ¡Qué hombre tremendo! 


© Ilustración de George Anderson Lozano

domingo, 26 de febrero de 2017

Común y corriente

Este tipo de libros encarna cierta dificultad para una clase muy particular de lectores: no es una sino muchas historias. Por lo usual caigo en la costumbre absurda de embelesarme más con el ejercicio de encontrar los lazos que unen un relato, que en maravillarme con la profundidad que cada cual, en aparente simpleza, entrega al ser leído.
En 1999 el escritor Paul Auster recibe la invitación de presentar un programa en la Radio Pública Nacional de Estados Unidos, para compartir con la audiencia algunos de sus cuentos. Tras rechazar la propuesta, Auster se siente primero intrigado y luego convencido con la idea de su esposa Siri: pedirle a los oyentes que sean ellos los que envíen los relatos, y el autor los lee luego al aire. Nada pretencioso, suena al principio. Un año después de iniciado el proyecto, ya tenía más de mil historias. “La mayor parte de ellas han sido escritas con una convicción firme y sencilla y honran a las personas que las han enviado. Todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia”, afirma el autor en el prólogo de este libro que recoge la selección de 180 testimonios personales, todos cristalizando la pluralidad de la condición humana: Creía que mi padre era Dios.
Es Norteamérica expuesta en una diáspora de pequeñas patrias: la que cada uno fronteriza, preserva, no siempre añora, la de la Guerra de Vietnam, el racismo, las nuevas oportunidades y los desamores. Continentes flotando en océanos inmensos de nuestro ser íntimo. “Es entonces cuando oigo desde fuera la manifestación de mi conciencia interior. Comienza al mismo tiempo por encima y entre el cruce en el que me encuentro. Es un estruendo que intercede en mi ruidoso sueño de carretera. El silbido atraviesa la noche, se acerca, llega a su punto culminante y luego se aleja. El sonido es fuerte, agresivo y, con acorde celeridad, algo que se pierde en la distancia mientras me recuerda que no estoy en ninguna parte”, escribe John Howze, de Tejas.
No quiero recordar aquí una cita en particular, pero de forma segura muchos autores han instado a dar un segundo paseo por su obra, como impulso indispensable para que el lector descubra también los personajes, los lugares y las escenas difíciles de advertir tras el primer recorrido. Tal muñeca matrioska, así se compone Creía que mi padre era Dios. En una sola página pueden darse cita las notas más nimias de la cotidianidad, con un maravilloso acontecimiento del azar. Algo me sorprendió y fascinó: en la última historia, una mujer refugiada de múltiples males acude al llamado de Paul Auster, y envía una descripción de sus reflexiones, que transmite la plenitud de las palabras, los secretos que en cada sílaba ellas –entre la voz encerrada en la radio, y que la acompaña en los peores momentos– conservan y anidan con celo. Como la vida. Lo sencillo, lo de todas las jornadas, disfrazado de común y corriente. Como una narración exigiendo ser releída, para entregar los átomos esenciales de sus pequeñas narraciones.

***

“Me he levantado más temprano que de costumbre. El aire ha cambiado. En primavera el aire es diferente que en invierno. Las ramas de los árboles están dentadas con pequeños brotes rojizos. Más adelante, se cubrirán de una pelusilla verdeamarillenta, formando unos pálidos halos bajo el sol. Las hojas estivales son oscuras y dan sombra, pero las hojas primaverales dejan pasar la luz. En primavera, los árboles despliegan unas bóvedas translúcidas y resplandecen durante el día.”

Eileen O´Hara
San Francisco, California.

“En mi versión, yo me elevo, (…) y observo las olas de un mar de hierba, los campos arados de un marrón profundo, las grandes llanuras y los ríos en primavera con sus aguas enfurecidas, mientras navego por el aire. Trazo un arco por encima de relucientes aldeas africanas y de amplias extensiones de nieve azulada sin sentir calor ni frío. Veo ejércitos de pingüinos emperadores en la península antártica, esperando la primavera como mudas estatuas, y masas humanas irritadas, apretujándose en las entradas de los metros. A pesar de los cambios geográficos, mis paisajes imaginarios son siempre soleados y me permiten proyectar mi sombra ondulada sobre la irregular superficie de la tierra.”

Mary McCallum
Proctorsville, Vermont.

“Temblando, nerviosa, enciendo la radio por primera vez en muchos meses. Paul Auster está leyendo un relato sobre una niña que ha perdido a su padre y que arrastra un árbol de Navidad por las calles de Brooklyn a medianoche. Nos pide que le enviemos nuestras historias.
Hay ciertas condiciones: tienen que ser cortas y tienen que ser verídicas.
Pero yo no tengo muertes ni viajes dignos de ser contados. No tengo golpes de suerte espectaculares ni tragedias increíbles. Sólo tengo una tristeza común y corriente. Peor aún, llevo semanas sin poder escribir nada y lo único que ocupa mi mente son las partidas inminentes, los cambios inminentes.
Entonces me doy cuenta: éste es el momento en que la soledad me tiende su mano amiga. La radio me está invitando a que vuelva. Que vuelva a las habitaciones que llenará con su voz envuelta en la más tibia franela, que vuelva a la cálida luz de un tiempo a solas.
He reconocido su invitación al escribir estas líneas. Ésta es mi historia, que concluye con el punto culminante del presente.”

Ameni Rozsa
Williamstown, Massachusetts.


domingo, 22 de enero de 2017

Los destinos cruzados

El título del libro es una pretensión de conjuro y azar: El castillo de los destinos cruzados. La novela, dividida en dos escenarios de densidad mordaz, versa alrededor de las existencias, los pasos, los fracasos y los milagros que ejercen personajes desconocidos, todos buscando refugio, todos en un encuentro inesperado con audiencia dispuesta al banquete o las copas; su suerte es el sino trágico o afortunado. Pero el detalle más consistente es que en ambos espacios –el castillo y la taberna–, todos los presentes pierden la voz, y sólo pueden construir su relato con las cartas del tarot (barajas de Visconti-Sforza y Marsella respectivamente). Es por ello que el inicio de cada memoria precisa el esfuerzo de descifrar la intención, adivinar en un acto de clarividencia el origen de la esencia particular que cada quien ha traído hasta la mesa de los extraños. Los nombres de los capítulos son testimoniales: historia de la novia condenada, historia de un ladrón de sepulcros, o historia del bosque vengador.
Al escritor cubano Italo Calvino (más recordado por Las ciudades invisibles o Si una noche de invierno un viajero) le tomó cinco años cumplir la tarea de esta obra astronómica. Merced a su impulso, sintió el deseo de conjugar el icono con su posibilidad interpretativa. Publicado en 1973, El castillo de los destinos cruzados es incluso en palabras del mismo autor uno de sus mejores trabajos, y no se aleja de los conceptos que sobre él se han elaborado. Además de la cartografía caprichosa compuesta por el conjunto de protagonistas, el grupo de viajeros, la falta de voz y el mazo como único lenguaje, son los símbolos del poder, el amor y la locura los que dan puntadas certeras para convertir los relatos en uno solo: la humanidad representando el papel minúsculo de sus agonías, limitada por el tiempo ante los ojos indiferentes de la historia.
“Ahora prepara una mesa para dos, espera el regreso del marido y espía cada movimiento del follaje de este bosque, cada carta que cae de esta baraja del tarot, cada golpe de efecto en esta urdimbre de cuentos, hasta llegar al final del juego. Entonces sus manos desparraman las cartas, mezclan la baraja, vuelven a empezar desde el principio.”



***
El castillo de los destinos cruzados (traducción de Aurora Bernárdez), Ediciones Siruela.