No mencionemos los nombres de
su madre, su padre o su esposo. No nos refiramos con sorna sutil a sus valores
coloniales, o a su catolicismo proverbial y conductista. Digamos, mejor, que
fue Soledad Acosta de Samper, mujer nacida en Colombia en 1833 (sólo tres años
después de la disolución de la Gran Colombia, y en plena presidencia de
Santander); que viajó, y del mundo hizo su caleidoscopio de consideraciones;
escribió una pila asombrosa de novelas, tratados de historia, artículos de
prensa y una que otra obra de teatro. Como directora de la primera revista
femenina del país –1880–, La mujer: lecturas para la familia, afirmó: «La
mujer será un órgano dedicado al bello sexo, y al bien y servicio de él bajo
todos los aspectos. No las diremos que son bellas y fragantes flores, nacidas y
creadas tan sólo para adornar el jardín de la existencia; sino que les
probaremos que Dios las ha puesto en el mundo para auxiliar a sus compañeros de
peregrinación en el escabroso camino de la vida, y ayudarles a cargar la grande
y pesada cruz del sufrimiento».
miércoles, 10 de abril de 2019
sábado, 19 de mayo de 2018
Lucha de clases
Ilustración de Verónica Velásquez. Cuento publicado originalmente en Universo Centro nro. 96. Mayo de 2018.
El poder no se posee, se ejerce: afirmación que ha dado tela
para infinidad de debates en la sastrería de la universidad. Y nada representa
mejor su alcance que el rasero bondadoso o tiránico de la nota en clase. Del cero
al cinco los profesores tienen en sus manos la regla que mide parciales,
exposiciones, talleres y finales; o ponen a ganar al estudiante o lo ponen a
perder, ya sea con sabiduría y mesura o con hiel rencorosa y lascivia. Pero es
una autoridad que no dura para siempre: lo que pasa en el salón tiempo después se
vuelve anécdota, recuerdo maluco, chistes para el reencuentro de egresados o
amistades de tinto entre el alumno agradecido y el maestro orgulloso.
Jairo Montaño es un profesor de planta que conoce el juego y
lo domina con pericia. Desde el primer día de clase hace un recorrido atento y
cauteloso para identificar a la inocente que en unos cuantos meses va a estar
rogándole para que la pase. Los hombres, qué carajo, ojalá peguen bien un par
de frases con alguna cita sacada a empellones de los documentos que les pone a
leer, y listo. Su materia se llama Teoría sociológica I, algo así como un curso
de iniciación para encender el motor de la carrera.
Esa mañana Mario, Paulina y yo estábamos en la cafetería, a
sólo dos mesas del drama: una muchacha que no llegaba a los veinte años le
suplicaba al borde de las lágrimas, unía sus manos, luego miraba de nuevo las
notas del semestre y la evaluación del final llena de tachones de lapicero
rojo. Montaño era una estatua de indiferencia. Calvita arriba y cola menuda
atrás, mentón amplio, ojos pequeños y nariz afilada, tenía la atención perdida
en las mangas de la universidad, y sólo movía la cabeza en una negación
mecánica. La espesura de un bozo gris ocultaba la sonrisa de victoria: ya había
reducido a la víctima.
Nosotros tres sólo intentamos escuchar por curiosidad, pero
más tarde, en un bar cerca a la universidad, comentamos el tema con calma y
lenguaje de pola. Mario y yo vimos ese curso hace ya mucho tiempo, y ahora
andábamos en la práctica. A Paulina le tocó verlo cuando llegaba a los treinta años;
técnicamente otro hombre a los ojos de Montaño. Pero ella, como adulta en
pregrado, sirvió de paño de lágrimas para varias jovencitas que al final, entre
la frustración y el asco por las insinuaciones del profesor, repitieron la
materia en otra universidad gracias a un programa de pasantía. La tabla de
salvación no redimía la mancha en la hoja de vida académica, pero les evitaba
llegar a extremos para pasar raspadas. “Cuándo será que echan a ese hijueputa”,
comentó Mario. “Qué pesar de esas peladas, les digo pues. Y en esa facultad no
hacen nada”, respondió Paulina. A ella la indignación se le escuchaba más
sincera. Por esos días yo trabajaba en un proyecto con la Alcaldía y tenía
cierta cercanía a muchachos no muy reputados de un barrio popular que me
guardaban estima y respeto por dos razones: estar en la universidad y dirigir unos
talleres de pintura que dábamos los sábados en la sede comunal. Con uno de
ellos, especialmente, había tejido una suerte de camaradería y confianza. Saqué
un cigarrillo, lo prendí, fruncí el entrecejo para darle seriedad a mi próxima
frase, y luego de inclinarme un poco como quien va a soltar un secreto
peligroso, les dije: “lo mejor es pegarle un susto a ese man”.
***
Pepino nunca fue pillo, pero se reunía después del mediodía con
los muchachos en la esquina a fumarse un porrito y a esperar la noche para
volver a la casa. Veinticinco años. Cuando terminábamos el taller casi siempre
le pedía que nos quedáramos otro rato en una tienda tomando gaseosa. Era todo
un personaje: sin caer en nada ilegal más allá de la traba, odiaba a los
“tombos por sapos”, compartía la pinta y las palabras de su combo, y de vez en
cuando se ponía reflexivo. Con corte de pelo estilo militar, su cabeza alargada
casi hasta la caricatura permitía entender el apodo; dos ojos enromes y
saltones estaban separados por una nariz fina. De su oreja izquierda colgaba
siempre una pequeña candonga de plata. Propuestas de manejar plaza o cuidar cuadras
le llegaban cada semana, pero Pepino siempre estuvo al margen no por cobardía
sino por el deseo no resuelto de estudiar. Conversábamos sobre las ideas revolucionarias
de Camilo Torres y su entrada al ELN a mediados de los sesenta, la diferencia
entre liberales y conservadores o el nacimiento de la Constitución del 91, y
Pepino mostraba inquietud, un joven entendiendo poco a poco el funcionamiento
mezquino de la nación, la cabeza que movía la falange de su barrio. “Tengo que
meterle un susto a alguien”, le solté casi sonriendo, sin asomo de inseguridad.
Ese sábado ya lo tenía inspirado con cuentos sobre la lucha obrera y el voto
femenino. “¿Y qué fue lo que hizo pues?”, preguntó; ahí me llegó cierto aire de
tranquilidad. Venía preparado para una negativa inmediata. “Es un profesor de
la universidad que maneja las calificaciones para caerles a las peladas”. Luego
de escuchar el asunto completo le quedó claro que Montaño era un depravado. Y
aceptó. El plan en esencia era muy simple: yo tenía la dirección de Montaño; él
salía los viernes de clase de seis de la tarde y siempre se tomaba los aguardientes
en una taberna de salsa cerca de la universidad. Luego caminaba hasta la casa,
un trayecto de cuatro cuadras. Desde mi moto, al lado de una cabina de teléfono,
yo iba a estar de campana en una esquina hasta que llegara. Pepino en una
tienda esperaba la señal, una llamada perdida. Y ahí salía en su moto, lo abordaba,
fingía portar un arma, se mandaba la mano a la cacha bajo la camisa –la
billetera, para ser francos–, y en cuestión de segundos lo dejaba congelado luego
de una amenaza simple, más o menos algo como “si te volvés a meter con alguna
pelada de la universidad te morís, maricón. Quedás advertido”. Todo muy rápido,
sin violencia pero con determinación.
Íbamos bien, hasta que Pepino disparó la amenaza. A buena
distancia observé atento, preso de ansiedad ante una escena que probablemente
disfrutarían las víctimas indefensas de los deseos carnales de Montaño. Viejo pervertido.
Ojalá hubiera tenido una cámara para regar el video, ojalá hubiera podido hacer
zoom a sus pantalones y capturar para la posteridad la manchita de orín bajando
hasta las rodillas. Pero en nuestro plan no consideramos que Montaño, con los
guaritos encima, no copiaba de miedo. Más que susto, despertamos su valor de
maestro borrachín. Un derechazo preciso a la mandíbula y el pobre Pepino cayó
al pavimento. El cuerpo metálico de la moto descansó su peso sobre las piernas
y lo atrapó contra el suelo entre quejidos y alboroto. De la otra esquina
apareció otra moto más enorme, gruñendo como perro guardián, verde e imponente:
los policías, los tombos. “Este hijueputa me iba a atracar”, gritó Montaño. Ni
siquiera le quedó claro el mandado. Pepino no lograba liberarse y se retorcía en
el piso. Un policía calmaba al inocente profesor de universidad mientras el
otro llamaba por radioteléfono a la patrulla para levantar al ladrón y llevarlo
a la estación. Desde un rincón asistí a mi propio asombro y pavor. Me refugié en
la cabina telefónica y pasé desapercibido hasta que todo concluyó. Fue una hora
tan larga como la noche entera.
***
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miércoles, 17 de enero de 2018
Otras voces, otros ámbitos
La madurez es una pregunta que
cuestiona las lecciones previstas por el tiempo. Es decir, ¿en qué punto
alcanza su estado más evidente?, o en cambio, ¿se puede volver de su plena
condición y desarrollo, como si tuviéramos la capacidad de rechazarla luego de
estar inmersos en ella? Y algo más irreal: ¿cuál es en verdad su lado opuesto?
Acabo de leer Otras voces, otros ámbitos de Truman
Capote: una historia tan conmovedora y lúcida, tan estupenda e íntima; imágenes
de Norteamérica que valen para la memoria. Capote construye esta primera novela
(1948) a los 23 años; probablemente aquí se perfilaron el hombre y el nombre
que luego traerían El arpa de hierba
(1951) y Desayuno en Tiffany´s
(1958).
Hijo de Nueva Orleans pero criado
en granjas del sur estadounidense, Capote logra proyecciones literarias
heredadas de los paisajes que se le entregaban durante el día en juegos de
luces y colores, por encima de la joroba dentada de la línea de árboles y el
curso acuático de la tarde en el campo. Pero también, las revelaciones de la
pasión humana que vemos en personajes agobiados por cargas de los amores y los
odios ya lejanos, aún con sueños mínimos para redimirse del pasado. Se desdobla
en los libros el autor inquieto.
Joel Knox, de trece años,
emprende su viaje luego de recibir una carta de su padre, quien los abandonó a
él y a su madre cuando el muchacho sólo tenía un año de vida. Con él recorremos
no sólo los caminos para llegar a un nuevo hogar, sino los descubrimientos que
le aguardan: encontrar un mundo rural reducido, sólo habitado por un puñado de
gente, pero enorme en las características diversas de cada morador. Las
palabras se convierten en una galería: toda frase es pincelazo deliberado y al
final nos queda la imagen, el cuadro completo. «Durante algún tiempo el pájaro
de la lluvia había chillado su fresca promesa desde su guarida de bayas de
saúco, y el sol estaba encerrado en una tumba de nubes, nubes tropicales que
avanzaban por el bajo cielo amontonándose hasta formar una gigantesca montaña
gris».
La madurez de Joel Knox, visible
en sus recuerdos de lugar, las relaciones familiares y fraternales, las
despedidas inevitables, y la posibilidad de ver al frente para que la vida
continúe, es un indicio de la madurez de Capote: «se volvió a mirar al estéril
azul evanescente y contempló al chiquillo que había dejado atrás». Pero el
lector también recibe una dosis de esa misma madurez, es decir, se entristece
con los sucesos crueles, se alegra con las ilusión, por ejemplo, de conocer la
nieve, y al cierre toma como algo natural el adiós prudente: volver los ojos a
un buen libro, y a los pasos que nos trajeron a esta tímida calma, a esta
reconfortante incertidumbre.
lunes, 9 de octubre de 2017
Ratas
En este barrio no volvieron
a ocurrir cuentos. El último fue acontecimiento del invierno y luego nos cayó
un verano de historias. Algo así, más o menos. Bajo la calle pavimentada, y con
toneladas de piedra como sepultura, corre, según cantaba mi abuela, una
quebrada de aguas negras y espesas. «La mugre, mijo, caca acumulada por años». Aquel
lunes de noviembre el cielo pasó de mañana soleada a una invasión, primero
lenta y luego más veloz, de nubes oscuras; los destellos de relámpago crispado iluminaban
por instantes las sombras atronadoras. Y como si el anuncio fuera para la
corriente de la cañada, el suelo comenzó a temblar no de miedo sino de cólera. El
torrente negro inflamó con furia esa arteria subterránea. Entonces se largó a
llover. Las gotas pesadas soltaron el repiqueteo polvoriento sobre el pavimento,
primero dando espacio entre golpe y golpe, luego con el ruido constante de la
lluvia que viene de arriba con prisa. Fue cuando surgió por entre las rendijas
de las alcantarillas del barrio una cantidad de brazos de agua estallando y
elevándose sobre el suelo un par de metros. «Se reventó la quebrada», gritó mi
abuela desde su sillón de cuero en medio de la sala, tirando a un lado el
tejido de lana que ya casi terminaba. Por la ventana nos asomamos como quien admira
el paisaje desde el interior del tren en marcha, y vimos la cantidad de ratas
que el agua sacaba de las entrañas de la cuadra y paseaba por las aceras encharcadas.
Las que lograban aferrarse a algún pedazo de calle libre de la inundación paraban
a escampar el pelaje bajo el aguacero, pero el grupo grande fue a dar a una
manga donde se formaba la multitud de ratas desorientadas. «Cosa seria la
cañada», concluyó mi abuela, volvió al sillón, y sus dedos retomaron el tejido
puntada tras puntada: una bufanda verde con figuras bien definidas de elefantes
grisáceos. Las manos acompañaron el compás de gotas gruesas que chocaban contra
el techo de tejas, la armonía de lluvia persistente sobre nuestra casa en medio
del barrio.
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sábado, 5 de agosto de 2017
Un hombre tremendo
Este texto fue originalmente publicado en la cuenta de
twitter de Marc Haynes, y la traducción en la revista El Malpensante, edición
187.
***
En 1983, cuando todavía no había salas de primera clase, yo
tenía siete años y estaba con mi abuelo en el aeropuerto de Niza. De repente,
vimos a Roger Moore sentado en la sala de espera, leyendo un periódico. Le dije
a mi abuelo que acababa de ver a James Bond y le pregunté si podíamos ir a
pedirle un autógrafo. Mi abuelo no tenía ni idea de quiénes eran James Bond o
Roger Moore, de modo que nos acercamos y el abuelo me puso enfrente diciendo:
–Mi nieto dice que usted es famoso. ¿Puede firmarle esto?
Amabilísimo, como cabía esperarlo, Roger preguntó mi nombre
y acto seguido escribió una nota llena de enhorabuenas y su firma en el reverso
de mi tiquete de avión. No cabía en mí de la felicidad, pero al volver a mi
asiento, eché un vistazo a la firma. Pese a que era difícil de descifrar,
definitivamente no decía “James Bond”. El abuelo la examinó y medio sacó en
claro que decía: “Roger Moore”. Como no tenía ni la menor idea de quién era esa
persona, quedé abatido. Le dije al abuelo que la firma estaba mal, que había
puesto el nombre de otra persona; de modo que el abuelo regresó a donde Roger
Moore, sosteniendo el tiquete que había acabado de firmar.
Recuerdo que me quedé en el asiento mientras el abuelo
decía:
–Él asegura que usted ha firmado con el nombre equivocado.
Que se llama James Bond.
Moore frunció el ceño al caer en la cuenta de su error y me
hizo señas de que fuera a su lado. Cuando ya estaba muy cerca de él, se inclinó
hacia mí, miró a ambos lados, alzó la ceja y me susurró:
–Tengo que firmar como “Roger Moore” porque, de otro modo...
Blofeld podría enterarse de que he estado aquí.
Me pidió que no le contara a nadie que acababa de ver a
James Bond y me agradeció por guardarle el secreto. Volví a mi asiento, con los
nervios reventando de felicidad. El abuelo me preguntó si había firmado “James
Bond”.
–No –le dije–, el error era mío.
Había empezado a trabajar con el Agente 007.
Muchos, muchos años más tarde, yo trabajaba de guionista en
una grabación que involucraba a Unicef, y Roger Moore estaba dando un
testimonio ante la cámara a título de embajador. Era todo amabilidades y,
mientras los camarógrafos organizaban la filmación, le conté de pasada sobre
aquella vez en que me lo había encontrado en el aeropuerto de Niza. Se puso
feliz al oírlo y riendo entre dientes dijo:
–Bien, no me acuerdo, pero me alegro de que hayas conocido a
James Bond.
Fue estupendo.
Un poco después tuvo un gesto brillante. Terminada la
filmación, camino a su carro se cruzó conmigo en el corredor y, apenas estuvo a
mi altura, miró a ambos lados, alzó la ceja y me susurró:
–Claro que me acuerdo de nuestro encuentro en Niza. Pero no
dije nada hace un rato a causa de todos esos camarógrafos; cualquiera de ellos
podría estar en la nómina de Blofeld.
Me sedujo a los treinta años como me había seducido a los
siete. ¡Qué hombre! ¡Qué hombre tremendo!
© Ilustración de George Anderson Lozano
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domingo, 26 de febrero de 2017
Común y corriente
Este tipo de libros encarna cierta dificultad para una clase
muy particular de lectores: no es una sino muchas historias. Por lo usual caigo
en la costumbre absurda de embelesarme más con el ejercicio de encontrar los
lazos que unen un relato, que en maravillarme con la profundidad que cada cual,
en aparente simpleza, entrega al ser leído.
En 1999 el escritor Paul Auster
recibe la invitación de presentar un programa en la Radio Pública Nacional de
Estados Unidos, para compartir con la audiencia algunos de sus cuentos. Tras
rechazar la propuesta, Auster se siente primero intrigado y luego convencido
con la idea de su esposa Siri: pedirle a los oyentes que sean ellos los que
envíen los relatos, y el autor los lee luego al aire. Nada pretencioso, suena
al principio. Un año después de iniciado el proyecto, ya tenía más de mil
historias. “La mayor parte de ellas han sido escritas con una convicción firme
y sencilla y honran a las personas que las han enviado. Todos nosotros sentimos
que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y
que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra
propia existencia”, afirma el autor en el prólogo de este libro que recoge la selección
de 180 testimonios personales, todos cristalizando la pluralidad de la
condición humana: Creía que mi padre era
Dios.
Es Norteamérica expuesta en una
diáspora de pequeñas patrias: la que cada uno fronteriza, preserva, no siempre
añora, la de la Guerra de Vietnam, el racismo, las nuevas oportunidades y los
desamores. Continentes flotando en océanos inmensos de nuestro ser íntimo. “Es
entonces cuando oigo desde fuera la manifestación de mi conciencia interior.
Comienza al mismo tiempo por encima y entre el cruce en el que me encuentro. Es
un estruendo que intercede en mi ruidoso sueño de carretera. El silbido
atraviesa la noche, se acerca, llega a su punto culminante y luego se aleja. El
sonido es fuerte, agresivo y, con acorde celeridad, algo que se pierde en la
distancia mientras me recuerda que no estoy en ninguna parte”, escribe John
Howze, de Tejas.
No quiero recordar aquí una cita en
particular, pero de forma segura muchos autores han instado a dar un segundo
paseo por su obra, como impulso indispensable para que el lector descubra
también los personajes, los lugares y las escenas difíciles de advertir tras el
primer recorrido. Tal muñeca matrioska, así se compone Creía que mi padre era Dios. En una sola página pueden darse cita
las notas más nimias de la cotidianidad, con un maravilloso acontecimiento del
azar. Algo me sorprendió y fascinó: en la última historia, una mujer refugiada
de múltiples males acude al llamado de Paul Auster, y envía una descripción de
sus reflexiones, que transmite la plenitud de las palabras, los secretos que en
cada sílaba ellas –entre la voz encerrada en la radio, y que la acompaña en los
peores momentos– conservan y anidan con celo. Como la vida. Lo sencillo, lo de
todas las jornadas, disfrazado de común y corriente. Como una narración exigiendo
ser releída, para entregar los átomos esenciales de sus pequeñas narraciones.
***
“Me he levantado más
temprano que de costumbre. El aire ha cambiado. En primavera el aire es
diferente que en invierno. Las ramas de los árboles están dentadas con pequeños
brotes rojizos. Más adelante, se cubrirán de una pelusilla verdeamarillenta,
formando unos pálidos halos bajo el sol. Las hojas estivales son oscuras y dan
sombra, pero las hojas primaverales dejan pasar la luz. En primavera, los
árboles despliegan unas bóvedas translúcidas y resplandecen durante el día.”
Eileen O´Hara
San Francisco, California.
“En mi versión, yo me
elevo, (…) y observo las olas de un mar de hierba, los campos arados de un
marrón profundo, las grandes llanuras y los ríos en primavera con sus aguas
enfurecidas, mientras navego por el aire. Trazo un arco por encima de relucientes
aldeas africanas y de amplias extensiones de nieve azulada sin sentir calor ni
frío. Veo ejércitos de pingüinos emperadores en la península antártica,
esperando la primavera como mudas estatuas, y masas humanas irritadas,
apretujándose en las entradas de los metros. A pesar de los cambios
geográficos, mis paisajes imaginarios son siempre soleados y me permiten
proyectar mi sombra ondulada sobre la irregular superficie de la tierra.”
Mary McCallum
Proctorsville, Vermont.
“Temblando, nerviosa,
enciendo la radio por primera vez en muchos meses. Paul Auster está leyendo un
relato sobre una niña que ha perdido a su padre y que arrastra un árbol de
Navidad por las calles de Brooklyn a medianoche. Nos pide que le enviemos
nuestras historias.
Hay ciertas condiciones: tienen que ser cortas y tienen que ser
verídicas.
Pero yo no tengo muertes ni viajes dignos de ser contados. No tengo
golpes de suerte espectaculares ni tragedias increíbles. Sólo tengo una
tristeza común y corriente. Peor aún, llevo semanas sin poder escribir nada y
lo único que ocupa mi mente son las partidas inminentes, los cambios
inminentes.
Entonces me doy cuenta: éste es el momento en que la soledad me tiende
su mano amiga. La radio me está invitando a que vuelva. Que vuelva a las habitaciones
que llenará con su voz envuelta en la más tibia franela, que vuelva a la cálida
luz de un tiempo a solas.
He reconocido su invitación al escribir estas líneas. Ésta es mi
historia, que concluye con el punto culminante del presente.”
Ameni Rozsa
Williamstown, Massachusetts.
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domingo, 22 de enero de 2017
Los destinos cruzados
El título del libro es una pretensión de conjuro y azar: El castillo de los destinos cruzados. La
novela, dividida en dos escenarios de densidad mordaz, versa alrededor de las
existencias, los pasos, los fracasos y los milagros que ejercen personajes
desconocidos, todos buscando refugio, todos en un encuentro inesperado con
audiencia dispuesta al banquete o las copas; su suerte es el sino
trágico o afortunado. Pero el detalle más consistente es que en ambos espacios
–el castillo y la taberna–, todos los presentes pierden la voz, y sólo pueden
construir su relato con las cartas del tarot (barajas de Visconti-Sforza y
Marsella respectivamente). Es por ello que el inicio de cada memoria precisa el
esfuerzo de descifrar la intención, adivinar en un acto de clarividencia el
origen de la esencia particular que cada quien ha traído hasta la mesa de los
extraños. Los nombres de los capítulos son testimoniales: historia de la novia condenada, historia
de un ladrón de sepulcros, o historia
del bosque vengador.
Al escritor cubano Italo Calvino (más
recordado por Las ciudades invisibles
o Si una noche de invierno un viajero)
le tomó cinco años cumplir la tarea de esta obra astronómica. Merced a su
impulso, sintió el deseo de conjugar el icono con su posibilidad
interpretativa. Publicado en 1973, El
castillo de los destinos cruzados es incluso en palabras del mismo autor
uno de sus mejores trabajos, y no se aleja de los conceptos que sobre él se han
elaborado. Además de la cartografía caprichosa compuesta por el conjunto de protagonistas,
el grupo de viajeros, la falta de voz y el mazo como único lenguaje, son los
símbolos del poder, el amor y la locura los que dan puntadas certeras para convertir
los relatos en uno solo: la humanidad representando el papel minúsculo de sus
agonías, limitada por el tiempo ante los ojos indiferentes de la historia.
“Ahora prepara una mesa para dos, espera el regreso del marido y espía
cada movimiento del follaje de este bosque, cada carta que cae de esta baraja
del tarot, cada golpe de efecto en esta urdimbre de cuentos, hasta llegar al
final del juego. Entonces sus manos desparraman las cartas, mezclan la baraja,
vuelven a empezar desde el principio.”
***
El castillo de los destinos cruzados (traducción de Aurora
Bernárdez), Ediciones Siruela.
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