La primera del grupo empuja la puerta de vidrio opaco y espera a que
las otras dos entren tras ella al vestíbulo. Sin intrigas, la mirada hacia el
frente, toda seguridad asolando sobre esas piernas firmes, tonificadas. Llegan
hasta el mostrador y al otro lado un muchacho las ve por encima de la revista
que sostiene a pocos centímetros de la nariz, sube una ceja, y recorre en un
vistazo sosegado los rostros inescrutables, fríos, de las tres colegialas.
Luego se deleita al reconocer bajo las camisas blancas del uniforme los tres
pares de pezones que sobresalen y parecen observarlo. El aire acondicionado, el
bendito aire acondicionado dos veces más bendito: espanta este calor inclemente
y regala una imagen tan nutrida, el espectáculo puntual de esos pezones que se
asoman con ternura y provocan la sed libidinosa del galán. La del centro arroja
un manojo de billetes bien ordenados sobre la barra de mármol negro de Marquina,
y pide una habitación sólo por un par de horas, o como se dice en cualquier motel,
ocasional. El joven abre un cajón bajo el mostrador sin quitar la mirada de los
pechos redondos, saca una llave y se la entrega sin reparo alguno, perdido en
la nube lasciva de su deseo. Las tres colegialas suben al segundo piso, y ya en
la habitación, sentadas sobre la cama doble, se desnudan casi mecánicamente
pero no por completo, primero los botones de la camisa blanca, impecable, luego
el cierre de la falda y los zapatos lustrados; se dejan las medias que cubren
casi hasta las rodillas. Se dejan la ropa interior negra de encaje, se ordenan el
cabello suelto que en todas baja casi hasta las nalgas igual de redondas como
los pechos, y comienzan los besos sencillos, cortos pero con calma, con
tranquilidad. Una de ellas graba con su teléfono y se pega un mordisco suave en
el labio; deja escapar el gemido sutil de las ganas, siente la humedad bajo la
braga, y el calor aumenta cuando las dos que juegan al preámbulo del sexo se
desnudan a cabalidad. Se intercalan para grabar, y luego para el placer, para
el místico encuentro que queda registrado porque pagan bien los clientes, y
piden colegialas así no estudien, así no vayan a ningún colegio, pero que
aparenten esa maldad tierna que ofrece el uniforme como una metáfora de la
pulcritud y lo prohibido. Esta secuencia no tiene escena mala, no hay recuadro
sin carga explosiva de sensualidad, la detonación que genera el paso de la
lengua por los pezones firmes, duros, por la entrepierna, por la humedad
inocente y tibia, el roce de los labios sobre los labios, de la yema de los
dedos acariciando con precisa calma la espalda, las mejillas, los muslos y la
piel erizada.
El que viera luego el video lo compararía sin mucha vacilación con
poesía, con literatura que encoña. Es Lolita de Navokob, es algo de Sade, son
versos con agonía en Las flores del mal de Baudelaire. La que sostiene el
teléfono camina lentamente bordeando la cama para cambiar el ángulo de la toma,
y se acerca a la parte posterior de la cabeza sumergida en la entrepierna,
devorando los nervios en ese vaivén constante de la lengua y todo, casi hasta
el ombligo, mojado. La que reposa boca arriba arruga la sábana con una mano
mientras con la otra se pellizca los pezones usando únicamente el índice y el
pulgar. La cámara enfoca los ojos entrecerrados, luego desciende por el
valle que separa los pechos, llega al ombligo bañado en saliva y sudor, y se
aleja después del sexo, del otro rostro inmerso. Es una profanación amorosa
al Eclesiastés. Esto es arte, se han de repetir en soledad y en compañía, y cada
líquido es pintura tibia, es el matiz del placer y el éxtasis. Es el óleo Las
tres Gracias de Rubens donde las Cárites griegas tocan sus cuerpos desnudos, repasan
sus curvas. Esto es arte, no erótico sino encoñador, lo podemos decir sin
vacilación.
Todo termina en un par de horas. Pasan frente al mostrador de
mármol, gracias le dicen en coro al encargado, ponen la llave cromada sobre la
barra, y salen del motel luego de empujar la pesada puerta de vidrio. El sol
del mediodía dibuja líneas de luz en el cabello suelto, largo, de las tres
colegialas.
Portada de la edición número 7 de Universo Centro. Fotografía de Juan Fernando Ospina