miércoles, 17 de enero de 2018

Otras voces, otros ámbitos

La madurez es una pregunta que cuestiona las lecciones previstas por el tiempo. Es decir, ¿en qué punto alcanza su estado más evidente?, o en cambio, ¿se puede volver de su plena condición y desarrollo, como si tuviéramos la capacidad de rechazarla luego de estar inmersos en ella? Y algo más irreal: ¿cuál es en  verdad su lado opuesto?
Acabo de leer Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote: una historia tan conmovedora y lúcida, tan estupenda e íntima; imágenes de Norteamérica que valen para la memoria. Capote construye esta primera novela (1948) a los 23 años; probablemente aquí se perfilaron el hombre y el nombre que luego traerían El arpa de hierba (1951) y Desayuno en Tiffany´s (1958).
Hijo de Nueva Orleans pero criado en granjas del sur estadounidense, Capote logra proyecciones literarias heredadas de los paisajes que se le entregaban durante el día en juegos de luces y colores, por encima de la joroba dentada de la línea de árboles y el curso acuático de la tarde en el campo. Pero también, las revelaciones de la pasión humana que vemos en personajes agobiados por cargas de los amores y los odios ya lejanos, aún con sueños mínimos para redimirse del pasado. Se desdobla en los libros el autor inquieto.
Joel Knox, de trece años, emprende su viaje luego de recibir una carta de su padre, quien los abandonó a él y a su madre cuando el muchacho sólo tenía un año de vida. Con él recorremos no sólo los caminos para llegar a un nuevo hogar, sino los descubrimientos que le aguardan: encontrar un mundo rural reducido, sólo habitado por un puñado de gente, pero enorme en las características diversas de cada morador. Las palabras se convierten en una galería: toda frase es pincelazo deliberado y al final nos queda la imagen, el cuadro completo. «Durante algún tiempo el pájaro de la lluvia había chillado su fresca promesa desde su guarida de bayas de saúco, y el sol estaba encerrado en una tumba de nubes, nubes tropicales que avanzaban por el bajo cielo amontonándose hasta formar una gigantesca montaña gris».
La madurez de Joel Knox, visible en sus recuerdos de lugar, las relaciones familiares y fraternales, las despedidas inevitables, y la posibilidad de ver al frente para que la vida continúe, es un indicio de la madurez de Capote: «se volvió a mirar al estéril azul evanescente y contempló al chiquillo que había dejado atrás». Pero el lector también recibe una dosis de esa misma madurez, es decir, se entristece con los sucesos crueles, se alegra con las ilusión, por ejemplo, de conocer la nieve, y al cierre toma como algo natural el adiós prudente: volver los ojos a un buen libro, y a los pasos que nos trajeron a esta tímida calma, a esta reconfortante incertidumbre.