Cuando sale del edificio de
apartamentos Pedro siempre toma el bus para ir a la oficina en el paradero que
queda justo al cruzar la calle, antes de que el reloj de pulsera marque las
seis de la mañana. Madruga como muchos pero trasnocha como la mayoría, acostumbrado
a sus cálculos sin fórmulas grandilocuentes, porque en la ciudad de Pedro los
pobres madrugan demasiado y duermen unas cuantas horas. Pero el servicio de
transporte es pésimo, el bus pasa repleto de gente y no abre sus puertas, el
siguiente repite la estampa y ya en el tercero reina la mezcla gris de
impuntualidad y resignación en las caras alargadas de todos los pasajeros, que
probablemente se aparezcan tarde ante la figura rígida del jefe. Pedro sube,
saca un nudo de monedas y billetes del bolsillo del pantalón, se aferra al tubo
de aluminio que atraviesa el interior del carro, y se tambalea al ritmo del
viaje y los cuerpos aún sin despertar por completo.
Hoy llegó temprano a su destino.
Diez minutos para sentarse, mirar absorto la pantalla apagada del computador,
repasar deberes antes de que el reloj de pared marque las siete como golpe para restallar la partida, pensar
en el almuerzo, en la cena, cruzar los brazos, esperar; mejor dicho, esperar a que empiece el día porque lo demás es relleno entre jornadas de labor. El
relleno, esas horas de mañana y noche, se van en lo necesariamente preciso para
poder sostener las nueve horas de trabajo, que sostienen a su vez los ratos de
cama, de televisión, de paciencia en el paradero y en el bus, o el tiempo
exacto de desayuno para seguir vivo, para que sigan vivas esas nueve rondas diarias
en el aparatejo colgado del clavo chueco donde encarcelaron sus ganas.
Pero Pedro es feliz porque sus
preocupaciones no quitan el sueño y son en escala pequeñas; o por lo menos es
su consideración. La felicidad es una forma elegante de catalogar el
conformismo dado que los cambios son angustias, así vengan para bien. Hace poco
sintonizó un programa donde dos hombres entrados en años, elegantes, de saco y
corbata con un diminuto escudo de armas en la solapa discutían sobre salud, o
mejor, el sistema nacional que se encarga de que la gente siga saludable o por
lo menos respirando. Eso está muy bien para ellos, pobres infelices, concluyó
al apagar el televisor. Los problemas de hospitales son como la muerte, una
cosa individual, un reclamo en la fila por excesiva incompetencia y falta de
humanidad, al que le toca le toca pero ni antes ni después; tanto alegato
atenta contra la alegría, hiperboliza minúsculas fallas, y ahí radica en
últimas la calma espiritual de Pedro. Le intranquiliza de vez en cuando la
deuda en el banco, pero no la crisis; la gripa y la congestión que adormece los
huesos de las extremidades, pero no ese bendito cuento de los dos políticos tan
repetitivo, tan constante, tan vacío, un “cáncer de patria” como lo llaman los
muy psicóticos; le invade el desespero y la rabia infructuosa con el bus de la
madrugada pero la movilidad es asunto del encargado; tiempo atrás consiguió
título profesional en alguna universidad de la ciudad y luego de abandonar el
auditorio de los grados la educación se volvió tema cerrado.
Se refugia de la lluvia al salir
del trabajo bajo la carpa templada de una panadería. Siente el olor a pan recién
horneado, a bocadillo de guayaba derretido, hojaldre y queso, galletas con
azúcar espolvoreada. Imagina mientras caen las gotas pero no lo alcanzan, que
está sentado a la mesa partiendo con un cuchillo de dientes filosos la masa
suave del pan fresco de la tarde; sirve vino tinto al antojo de la moderación. Respira
profundo, llena sus pulmones y entrecierra los ojos para después acariciar el
mantel, la firme dureza de la madera bajo la tela áspera, el resplandor de la
llama que consume la vela y la luz oscilando sobre la trama de cuadros. El bus se
detiene frente a la panadería y la ilusión se disuelve con el aire impregnado
del aroma caliente. Al interior del vehículo sólo alcanza a reconocer las
siluetas de cuerpos tambaleantes, los restos vivientes de personas que aún no
han despertado por completo. Pero no duermen, en verdad no duermen.
Ilustración del hipnótico Pascal Campion
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