viernes, 13 de agosto de 2010

Diez minutos o una hora

"Fata viam invenient"
Eneida

¿Cuál es el animal que en la mañana camina en cuatro patas, al mediodía en dos, y al anochecer en tres?
Sólo han pasado diez minutos, pero la espera parece durar una hora completa, como si pudieras ver el minutero desplazándose lentamente hasta llegar de nuevo hasta su punto de partida.

Luego de escuchar mi nombre pronunciado por parte del hombre uniformado, nada más llega hasta mis oídos. Sólo cumple con su trabajo. Y entonces todo se torna gris. Una luz fuerte baña mi rostro, y observo mis propias facciones como en un espejo, mi aspecto tranquilo, el gesto de quien aguarda sin preocupación por el paso de los segundos. Y la imagen que se superpone es la de una mujer con un niño en los brazos. Estoy seguro que la conozco. En mi memoria la busco, convencido de haberla visto antes.

Tararea una vieja melodía de cuna, casi imperceptible. Ella simplemente sonríe mientras, con sus dedos, captura la atención del distraído infante que no deja de llorar. Sin separar sus miradas, consigue la calma, y se alejan hasta perderse en la oscuridad. De nuevo todo gris, y luego de varias palpitaciones de mi corazón, escucho pasos que posiblemente sean del hombre que ha pronunciado mi nombre. Una vez más la luz, y los números en descenso, 12, 11, 10…

Lo segundo que veo es muchacho ruborizado, de cabellos revueltos, con la respiración agitada y el uniforme de un equipo de fútbol, el Medellín, rodando un balón. Narra de manera entrecortada un partido donde, al parecer, él representa al jugador estrella, y arrebata gritos de júbilo a un estadio repleto en su imaginación. Tampoco se percata de mi presencia, y desaparece como la primera mujer. Me gusta el Medellín, aunque ya no recuerde ninguno de sus triunfos o derrotas. Hace frío, mucho frío, pero no tengo nada con qué cubrirme.

A continuación, vuelvo a ver mi rostro, bañado por esa luz blanca que precede la oscuridad, y ante mí surge un joven que habla por su celular, sin ocultar una risita de satisfacción. Tiene ropa deportiva, y en sus manos juguetea con unas llaves. Su caminar acompasado brinda cierta suposición de seguridad. Se detiene, y sin dejar su conversación, me recorre con la mirada en un segundo. Sigue su rumbo, y comienzo a sentir el peso del tiempo.

Sin que me abandone la luz, veo pasar de prisa un hombre de edad, con las facciones algo recogidas, y las manos en los bolsillos. De su boca cuelga un cigarro, y hurgando da con el encendedor. Intenta devolverse, como si algo hubiera olvidado, pero desiste, y continúa con el paso acelerado, como si temiera llegar tarde a su destino.

Por primera vez siento una campanada, y creo que anuncia algo. Ahora, de vuelta a esta incertidumbre que me transmite el gris, dejo de contemplar mi rostro. El anciano esmerando su marcha, bastón empuñado, avanza lentamente como el reloj. Y me parece escuchar así mismo, mis latidos quedándose atrás. Por un segundo pienso que se va a acercar, pero se limita a caminar escudriñando en mi figura algo familiar. En su mirada se advierte el esfuerzo por asociarme a un recuerdo confuso. Me invade un escalofrío que recorre mis piernas, la hora o los diez minutos están por terminar. El desespero, el deseo, todo se funde en el último instante. Y se pierde de mi vista, aunque todo permanece iluminado.

Entonces ella se aproxima mientras dibuja en sus labios una sonrisa cálida. Sin palabra alguna, me abraza, y cuando entrecierro los ojos, me da un beso que dura sólo unos segundos, pero parece eterno. Me toma de la mano, y veo un último reflejo de los dos rostros en el espejo del ascensor, damos la vuelta y la luz comienza a desprenderse de nuestros cuerpos mientras nos alejamos de la portería del edificio.

La espera había terminado.


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