viernes, 8 de mayo de 2009

Lágrimas ajenas

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En la habitación contigua, acompañado de sus dolientes, colegas con clase y prestigio, reposa el cuerpo inerte de Monsieur Bébé. Eso lo desconoce Madame Francinet, que sólo aceptó el dinero a causa de la petición imperiosa de Monsieur Rosay. Su inquietud por las ausencias correspondientes se transforma en persistencia reforzada, que opaca su posición de caballero. No era posible, de ninguna manera pensable, que un ciudadano de tal portento se dirigiera al campo santo sin los sollozos de su madre, aunque sólo fuera una mujer del servicio contratada para una labor menos dispendiosa pero sí más lucrativa. Escasa de referencias, accede a alquilar su dolor por un par de horas para que las distancias se acorten, y un fúnebre episodio no destrone la vida galante y gallarda del diseñador parisino.

Recuerdo entonces, al leer el cuento de Cortázar, una figura que alguna vez fue comentada por alguien cercano, mientras nos refugiábamos de la lluvia al atardecer. Aún en ciertos pueblos se contrata en pesos huidizos a la crisis, mujeres seleccionadas del vulgo para efectos de duelo. Plañideras se les llama, y su función en el servicio luctuoso no es otra que completar la historia del extraño que se dirige al cementerio. Un oficio venido de la misma corte egipcia, adjudicado a visires que no contaban en sus posesiones con prometidas lágrimas durante su ceremonia de despedida. Madre, esposa o hermana, era la feminidad requisito indispensable. Claro, como el ritual precisaba en casos de pudientes difuntos, un montaje elaborado con el lastimero canto de las damas, se recurría a su caudal para costear el estipendio.

De la memorable partida dependía el prestigio tanto de la trabajadora como del cliente. Ambos a la rutina, él como inmortal página de mención para asistentes y curiosos, ella a sus lágrimas ajenas. Una buena obra para espectadores que exigen un desenlace pletórico en acontecimientos.

El paso a la eternidad complementa el dramatismo del viajero con el teatro trágico de los caminantes, que rodean el oscuro espacio entre la tierra para agregar una imagen más a su recordatorio personal. La futura morada del despojo mortal comienza a cerrarse como los capítulos de su libro, a espera de ser leído en los encuentros de los que le construyeron un cortejo digno.

Me aborda entonces un pensamiento inusitado, ahora que me dirijo a las tablas de la cama en busca de descanso:
Aún debo completar la lista de mujeres a las que pagaría por ver llorar en mi viaje al sarcófago.
No importa que sus lágrimas sean tan falsas como ellas mismas.


“Aquel que vive más de una vida
Tiene que sufrir más de una muerte.”
Oscar Wilde


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